Al abordar temas sobre el pasado reciente de Torrevieja casi siempre llegan a mis oídos comentarios reprobatorios. Parece como si mis conocidos de aquella época sintiesen vergüénza de un pasado donde todos sabíamos de la vida y milagros de nuestros convecinos, en los cuatro puntos cardinales del casco urbano, delimitado entonces por los barrios del Calvario, el Centro, la Punta y el Acequión. Me refiero al tiempo en el que el calendario de los torrevejenses y la planificación de todo el año se regía de verano a verano.

Por estas fechas, el pueblo ya se encontraba en zafarrancho de combate: sus viviendas, modestas pero pulcras, eran objeto de una limpieza general, incluidos los techos por donde se pasaba la llamada escoba larga.

Se quedaban listas para revista a la espera de «Las Huelgas», las familias pudientes de Murcia y de la Vega Baja que las alquilaban para pasar el veraneo. En la casa de mi Tío Antonio, padre de Mari Paz Andreu, una vivienda de postín con cancela y aljibe -no había agua corriente entonces- veraneó muchos años el veterinario de Orihuela. A esta familia ya la mencione una vez. Con su hijo Antonio Luis Galiano, (sigue siendo un motivo de alegría el saludarnos de tarde en tarde) Actual cronista oficial de dicha ciudad y colaborador de este diario, compartí muchos estíos en mi infancia jugando entre las cañas de la cercana playa del Acequión o viendo películas con el cielo como techo en Gloria Cinema.

En aquel corralón entraba gratis la chiquillería del barrio a cambio de limpiarlo de las matujas acumuladas durante tres estaciones. El alquiler de las viviendas constituía un respiro para la precaria y endémica situación de la económica local. No resultaba tan incómodo sacar dinero de las viviendas propias morando un par de meses en almacenes, con habitaciones divididas por sábanas. Al fin y al cabo, el agua la seguíamos sacando con una lama para echarla en la «safa» y lavarnos la cara.

Nos aprovisionaban de agua varios aguadores. Mi calle primero se llamó de Los Muertos (por ella pasaban los entierros), después Del Loro (un vecino trajo de América un loro y todo el pueblo fue a verlo), luego los golpistas la rebautizaron con el nombre del felón General Sanjurjo y por último el primer ayuntamiento democrático le puso Gabriel Miró. Nadie dijo ni pío.

El aguador de mi infancia fue el Tío Manuel, «El del agua». Un día se entretuvo charlando con las vecinas y al volver la cabeza para mirar su carro vio el agua corriendo calle abajo.

De pequeño un servidor tenía fama de «cafre», de malo y no se me ocurrió otra cosa que abrir el brillante grifo que unía los dos toneles parar ver cómo se colmaban los charcos de mi polvorienta calle. Nunca se enteraron del autor de aquella travesura.

Con el verano comenzaba la «cosecha», la tarea de extracción de sal de la laguna de Torrevieja y los temporeros tenían trabajo garantizado hasta diciembre.

Por aquella época las «espolsagueras», el polvo levantado en remolinos por el viento, se mitigaban con «la rosiaera», una camioneta roja con la cuba llena de agua del acequión salinero que la esparcía a lado y lado, como enormes bigotes líquidos.

No existía problemas con los horarios de cierre de los comercios: los comerciantes locales plantaban sus mecedoras y sillas en las aceras cuando anochecía y, mientras tomaban el fresco, mantenían sus establecimientos abiertos al público por si caía algún cliente.

Hasta la Sociedad Cultural Casino de Torrevieja sacaba partido. En sus juntas generales a la hora de plantear sus presupuestos se solía decir que si durante el verano se llenaba el aljibe no pasarían apuros económicos. Se referían en clave a que las autoridades hicieran vista gorda permitiendo el juego (estaba prohibido) en salones de la entidad. El escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez en uno de los dos relatos cortos escritos sobre Torrevieja ya mencionaba como corría el dinero en el iluminado salón superior del Casino.

Sobre este tema luego surgían en la calle afirmaciones o leyendas urbanas relatando cómo uno se jugó y perdió a su mujer, al igual que otro había perdido el chalet que todavía permanece en buen uso con aires de puente de mando de un barco destacando en la silueta de la Punta del Salaret. Dicen que ahora es de un ruso. Vaya usted a saber. Son perdurables estos recuerdos porque como dicen que dijo alguien la patria de una persona siempre será su infancia.

P.D. La posdata de esta semana se merecía una columna íntegra. La abordaré a la próxima, si Dios quiere.