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Javier Mondéjar.

¿Por qué nunca conozco a los Nobel de Literatura?

Confieso que mi vieja aspiración fue algún día ser coronado como Nobel de Literatura. Sólo cuando bajé el listón y reconocí que mi talento no daba para tanto, me resigné a convertirme en plumilla y no optar a ser ni «fénix de los ingenios» ni maestro de las letras castellanas. Me consuela que ni Cervantes, ni Quevedo, ni Lope, ni Góngora lo hubieran obtenido, aunque en su caso no es que su literatura no fuese imbatible, sino que eran culpables del grave «delito» de ser populares en su tiempo, lo que en las normas no escritas de los jurados del Nobel les invalida para triunfar en «su» Premio. Ya se sabe que los académicos buscan epatar salvando del olvido a escritores que no conoce ni el Tato y se horrorizan al pensar que Fulano o Mengano vendan tantos miles de ejemplares porque -para ellos- la literatura debe ser maldita, clandestina, de un país lejanísimo, escrita en la lengua más minoritaria posible y con unos valores que sólo los muy conocedores sepan apreciar. Ellos no son el público, faltaría más.

¿Cómo es posible que yo que me dejo las pestañas leyendo día y noche, que siempre estoy a la búsqueda de la última obra y razonablemente bien informado de lo que se publica, nunca conozca al Nobel del año, que, en teoría, es el hombre o la mujer que ha ganado las Olimpiadas de la Literatura? Es increíble cómo año tras año me pillo un rebote del quince cuando fallan el Nobel y no es que no le haya leído, es que jamás oí mencionar su nombre. Probablemente sea culpa mía, pero miren la lista y díganme si son capaces de reconocerles: 2011, T omas Tranströmer; 2012, Mo Yan; 2013, Alice Munro ; 2014, Patrick Modiano; 2015, Swetlana Alexijewitsch. Es verdad que en 2016 se lo concedieron a Bob Dylan y a ese sí le admiro como cantautor, aunque no tengo el placer de haber leído su obra literaria que, entre paréntesis, es bastante raquítica.

También es cierto que uno de los escritores claves de la literatura del siglo XX es John Kennedy Toole, que se suicidó a los 31 años sin ver publicada «La conjura de los necios», lo que demuestra que no hay que ser prolífico como Stephen King para ser cosa en el mundo de la pluma. Autores de obra única fueron gentes que me gustan mucho como mi querido príncipe de Lampedusa, por el «Gatopardo»; Harper Lee, «Matar a un ruiseñor»; Salinger con «El guardián entre el centeno»; Juan Rulfo con «Pedro Páramo», Emily Brontë, «Cumbres Borrascosas» o Margaret Mitchell, «Lo que el viento se llevó». O sea que escribir a lo bestia tampoco indica nada y no voy a negar las cualidades poéticas de las canciones de Dylan -las que he traducido, obviamente- pero claro, comparado con Murakami, por ejemplo?

No deja de ser una cura de humildad que me propina anualmente la Academia Sueca, a mí y a millones de «letraheridos», esa raza que nos quedamos ojipláticos cuando pusieron en nuestras manos el primer libro, que en mi caso fue «Corazón» de Edmundo D'Amicis. ¿No les suena? sí, hombre, el de Marco y su mamá. Todos tenemos pasiones confesadas y otras inconfesas, e incluso odios africanos. Es políticamente correcto que yo les diga que me gustan Scott Fitzgerald, Hemingway y Galdós y no lo es tanto que esté a la espera de que caiga una nueva de Pérez Reverte, John Le Carré o Dolores Redondo y por mí Boris Vian, Paulo Coelho o Juan Manuel de Prada se podían haber dedicado al escardado del cebollino sin que les hubiera echado de menos. Así es uno.

Tanta digresión me lleva al objeto que me había planeado contarles esta semana: no hay mejores o peores escritores, aunque sí los hay buenos y malos y entiendan, por favor, el matiz. Hay escritores malos porque no saben escribir en sentido estricto, pero si compensan su talento para juntar letras con una imaginación desbordada para crear historias, ¡cómo les voy a juzgar! A cada cual y a cada cuala hay alguna página que le llega al corazón, o le enseña una senda que desconocía o una palabra que, como la famosa magdalena de Proust, le embarca en un tornado de recuerdos. Paro al igual que las musas esas que inspiran sólo si te encuentran cuando estás trabajando, no es posible que te toque la lotería si no juegas ni que te emocione un escritor si no lees.

No concibo que se pueda vivir al margen de los libros, pero sin duda debe ser posible a juzgar por las magras cifras que aparecen en las encuestas, y eso que a los encuestadores todos les mienten. Me gustaría pensar que la lectura es un placer culpable y no algo que esté bien valorado por la sociedad y que por ello se oculta, pero me temo que la realidad social debe estar compuesta por una mayoría que si acaso abre el «Marca» o el «Hola». Y no veo yo mucha literatura de calidad en la prensa deportiva o la del corazón, aunque nunca se sabe.

Tampoco hace falta que se lo digan a los de las encuestas, pueden guardar el secreto, pero aunque sea el colorín de un periódico o ésta humilde columna, háganse a sí mismos un favor y lean; enamorada y desesperadamente.

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