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Alquileres, burbujas, destierro

Ahora que galopamos veloces en el reluciente corcel de la recuperación económica, da gusto asistir a la recuperación de algunas buenas costumbres que la crisis nos arrebató sin piedad. Una de ellas es, sin duda, la burbuja en el precio de la vivienda. No me digáis que en estos años de vacas flacas no habéis echado de menos las hipotecas pantagruélicas. Qué buenos ratos pasamos con la histeria del ladrillo, menuda fiesta inmobiliaria. Ahora el tablero de juego ha cambiado y mucha menos gente quiere o puede hipotecarse a 40 años por un puñado de metros cuadrados, pero que no cunda el pánico: aquí llegan los alquileres astronómicos para complicar el acceso a un hogar digno, no vaya a ser que por una vez nos evitemos algún tipo de drama en las cuestiones estructurales de nuestra existencia.

Entre los actuales salarios de miseria, la incertidumbre vital en la que nos desenvolvemos y el trauma colectivo con los desahucios, muchos asumimos que comprar una casa era una quimera, al menos a medio plazo. Y oye, tampoco parecía tan horrible el no convertirse en propietario. Total, que allá que nos fuimos colectivamente al universo de los arrendatarios. Vaya panda de ilusos, tendríamos que haber sospechado que no podía ser tan sencillo, hacía falta un giro de guión para darle más chispa a nuestra vida. Y ya lo tenemos entre nosotros. ¡Pum! Especulación con los alquileres, una montaña rusa de emociones, misterios y suspense hasta conseguir encontrar un piso que podamos pagar con nóminas de precariedad.

Tal y como sucedía en los libros de Elige tu propia aventura, la burbuja en los alquileres puede tomar dos caminos, ambos igual de apasionantes: subidas abusivas en los precios que te revientan la cuenta corriente y monopolizan tus ingresos (eres tan sibarita que exiges dormir bajo techo) o alquileres turísticos para viajeros que pueden pagar por una semana lo mismo que tú por un mes entero. Sea cual sea la opción escogida, el final acaba siendo el mismo: expulsar de determinados barrios (normalmente las zonas mejor comunicadas, con mayores servicios y con cierto valor histórico o cultural) a todos aquellos que ya no pueden afrontar los gastos.

Así, nuestras ciudades se convierten poco a poco en parques de atracciones para turistas o ciudadanos locales de alto nivel adquisitivo. Sin memoria, sin tejido social, sin personalidad, incompatibles con la vida real. Vamos, lo contrario a hacer urbes más habitables, cómodas e integradoras. La ciudad para el que pueda pagarla, los demás, partid hacia el destierro. Tal es la presión que en muchas localidades prácticamente han desaparecido los tramos de alquileres más económicos. Evaporados, dinamitados. Eso sí, si lo que buscas es vivir en un armario ropero por 1.800 euros, seguro que encuentras algo.

Este toro nos pillará, como nos suelen pillar todos, que no hay manera de que aprendamos, copón. Un día nos despertaremos y descubriremos con pavor que hemos perdido las ciudades, igual que perdimos derechos laborales y sociales casi sin darnos cuenta. Pero bueno, siempre podremos pensar en ello mientras tardamos dos horas en llegar de casa al trabajo gracias a lo lejos que nos hemos tenido que mudar y a las pésimas infraestructuras de nuestro nuevo barrio. Como dice el colectivo Left Hand Rotation, «gentrificación no es un nombre de señora».

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