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Jodorowsky sabe que no sabemos nada

El jueves fui a ver el espectáculo de Alejandro Jodorowsky en el Teatro Principal de Alicante. El tipo se presenta como un cuentacuentos latinoamericano al estilo de Galeano y promete magia que se puede aplicar a la realidad. Literatura, interpretación y palabra, una versión colectiva y lúdica de psicoanálisis. Veamos. El teatro, lleno hasta el gallinero.

Pero en lugar de decir frases para redes sociales como esperaba, el dramaturgo empezó pronto a pedir cosas al público, quien se puso a sus órdenes como si fuese una terapia de grupo. No apta para tímidos. «Elegid a un desconocido y contadle vuestra vida en seis minutos». Y lo hicimos. «Ahora a otro en tres». «Y ahora en un minuto y medio, la esencia». Desinhibido -he hecho algo de PNL con el amigo Pablo Esquivel y lo de abrazar a desconocidos tras contemplarlos durante un largo rato no me pillaba de nuevas- participé sin filtros en este ejercicio. Dios sabe qué síntesis de mi paso por el mundo le conté a Mariate, Alfonso y a otra chica cuyo nombre no recuerdo.

Pero cuando nos pidió que nos riéramos del mundo a carcajadas así, tras un chasquido de dedos, y vi a gente entregarse a la risa con tanta rapidez me puse en alerta. Este «viejito» con alma de joven destila tanta vida como charlatanería que defiende con solvencia. No en vano, advierte que todo lo que dice está basado en su experiencia y que no hay nada de científico en lo que cuenta, que uno lo puede creer o no. No engaña a nadie, pero parecía convencer a muchos.

En algunos momentos te apetece participar, pero otros son pura mamarrachada. Entonces te quedas quieto mirando a la gente obedecer, mientras buscas sin éxito rostros de perplejidad como el tuyo entre el público. Te sientes solo. Está habiendo una revelación y tú no te enteras.

Cuando reclamó descubrir en una meditación de un minuto qué seres somos en realidad bajo las capas de identidad que nos han aplicado desde niños y vi a centenares de personas con los ojos cerrados y los brazos alzados pensé que aquello era bastante serio. Luego se ofreció a oficiar una boda que encontró rápidamente dos prometidos entre el público. Lo más alucinante fue ver a gente correr por los pasillos del teatro para formar parte del grupo de voluntarios -pidió veinte testigos para el enlace- y cómo buscaban un beso y un abrazo del actor antes de regresar a su sitio. El público había convertido a Jodorowsky en un mesías que regala amor y consejos a falta de veinte minutos para su última cena.

No me siento incómodo con lo espiritual, pero me chocó ver tanta devoción por algo tan pseudo como la psicomagia, cuyo valor, entiendo, no debe ser mayor que el de una buena obra filosófica.

Pero quizá por saturación de realidad cruda, de relaciones virtuales intangibles, de corrección social y por la dictadura del racionalismo que constriñe las esperanzas inmateriales, haya ansia de verdades subjetivas y mágicas, nuevos clientes para un chamanismo que se refugia bajo el paraguas de la cultura para celebrar sus rituales con sacerdotes de enorme caché - su visita a Alicante recaudó 50.000 euros, admitió en mitad del escenario-.

Sea por incultura, por exceso de ella, por pura desinhibición abstemia, el teatro demostró hasta niveles insoportables que hay más gente dispuesta a creer en la magia de las palabras de lo que parece al andar por la calle un martes por la mañana.

Me fui antes de que acabara -mi novia, toda amor y sensatez, agotó su paciencia bastante antes que yo- porque, según le dijo mi difunto abuelo a unos testigos de Jehová que llamaron a su puerta según una leyenda familiar, cómo voy a creer en su religión si no creo en la mía, que es la verdadera. El poder de estos encuentros y de estos cuentistas -en el mejor sentido- deja muy a las claras que el problema humano - «lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa, decía Ortega- sigue siendo indescifrable en nuestro momento de mayor desarrollo y sabiduría.

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