Hubo un tiempo en que nos adentramos en esa zona del Archivo Municipal en donde duerme nuestra historia porque, por entonces, estábamos haciendo unos trabajos que necesitaban información documentada de primera mano. Pero aquellos datos fidedignos tras los que íbamos andaban muy dispersos entre documentos, actas, libros? Y pronto nos dimos cuenta de que el gran filón de la historia «viva» se encontraba agazapada entre aquellas hojas inmensas abarrotadas de columnas y letra menuda llamadas Gacetas o Periódicos, y puedo decirles que nos apasionamos con todos los acontecimientos que tomaban vida con solo poner los ojos en ellos. Supimos, entre otras muchas cosas, que había llovido bastante esa primavera, que el joven tal, hijo de don fulano de tal se había casado con la distinguida señorita?, y se habían ido de viaje de novios a Los Alcázares. La mínima actividad que traspasara los límites de Torrellano por un lado u Orihuela, por el otro, se elevaba a la categoría de acontecimiento, y precisamente a lo que voy es a contarles uno de ellos que rastreé y, aunque me costó remover muchos periódicos, conseguí sacarle enjundia y, si no, al menos me lo pasé mejor que viendo una película de Hitchcock. Hace muchos años ya hice referencia a este hecho, pero seguro que no lo recuerdan.

Verán: parece ser que en 1829 un terremoto de bastante magnitud dejó Santa María con más grietas que un queso gruyere, pero lo peor era que las paredes de nuestra basílica se iban deteriorando peligrosamente. Y encima el Ayuntamiento, como siempre, andaba sin recursos para emprender una restauración de tamaña envergadura. Consultado don Marceliano Coquillat, prestigioso arquitecto y gran amante de su pueblo, diagnosticó cosa grave y, siendo enterado de la penuria institucional, hizo saber a las autoridades, con gran amor patrio, que él no iba a cobrar un ochavo, pero los materiales eran cosa cara. Así que llegado el año 1902 las dichosas obras aún estaban sin empezar y el arcipreste, temiendo que cayera un capitel encima de algún feligrés, con un par cerró las puertas de la iglesia a cal y canto.

Al año siguiente empezaron al fin, tímidamente, las obras, pero, llegado el otoño, el Excelentísimo Ayuntamiento volvió a entrar en precario y la voluntad de los ciudadanos se hallaba tan deprimida como el mismo otoño, y así lo contaban los vates, que los había y muchos, pero generalmente con inspiración también muy escasa. Y nosotros, los buscadores de noticias, llegamos al 1904 sin saber del futuro de Santa María, hasta que aparecieron por allí unas devotas mujeres, que imaginamos con velo y ropajes negros, dispuestas a tomar una iniciativa que diera fin al desastre aquel y se les ocurrió que podrían venderse las joyas de la Virgen porque falta, falta no le hacían, así que escribieron al Santo Padre, que por cierto era el único con potestad para conceder los permisos tocantes a las cosas santas. Y, entre tanto el Vaticano contestaba, el escuadrón celestial recordó viejas promesas que alguna institución hiciera en su día, así que visitaron al señor alcalde para preguntar por «unas 500 pesetas que fueron presupuestadas tiempo atrás para la reparación del templo, y a las cuales nadie les había visto el pelo», a lo que el señor alcalde respondió y les hizo saber que «cuando el señor Maura ocupó el Ministerio de la Gobernación publicó una circular por la que se disponía que ningún Ayuntamiento podía gastar un céntimo en partidas voluntarias mientras no se tuvieran cubiertas las atenciones obligatorias, y hasta para gastar en fiestas populares no se podía hacer sin el permiso del Señor Gobernador», literal.

Pero las piadosas mujeres no se amilanaron y se fueron a ver al señor obispo recordando otra vaga promesa. Y esta vez sí, el obispo sí recordaba. Así que dándoles 500 pesetas y una amplia bendición, ceremoniosamente las puso en la santa puerta de la calle. Y los periodistas, aquellos inolvidables vates, viendo a las pobres mujeres ir de un lado a otro, dinero no les dieron pero sí un consejo: «Bueno sería -escribieron- que estas damas dieran un toque a los propietarios del campo que, de haber, el dinero anda por allí». ¿A los propietarios del campo? Y las damas hicieron, con razón, caso omiso.

Pero -¡Oh, dioses!- un buen día encontramos en los periódicos que en diciembre de 1905, coincidiendo con la Venida de la Virgen, el templo abrió sus puertas y no hubo necesidad de vender las joyas porque una comisión de prohombres, en audiencia privada con el Rey Alfonso XIII, pidió ayuda para aquel asunto del templo y, habiendo encontrado al Borbón en aquel momento con el cuerpo cubano, les pagó toda la reparación. Lo que no sabemos es si las devotas mujeres estuvieron en aquella real audiencia, aunque suponemos que no, porque entonces las mujeres pintaban poco, ya saben que no tenían ni derecho al voto, y alma de milagro, conque audiencia real? Y así acabó la cosa.

Pero, miren, no me resigno a dejar sin evidencia lo que insinúo de los vates, aquellos periodistas inspirados por los mismos dioses del Olimpo, y así les transcribo un pequeño texto de los muchos que en ese camino literario uno se tropieza. Vean cómo se explicaba uno de ellos para decir, ni más ni menos, que llegó la primavera: «Pasaron los tristes días invernales; cesaron los ventisqueros y las granizadas. La fría y húmeda neblina ya no encapucha la cúspide de las montañas ni se extiende por los abros. La Madre Naturaleza se despoja de su manto tristón y adquiere vida juvenil y la tierra engalánase de mil clases de sahumadas y pintorescas florecillas. Los lirios, los jacintos y los rosales que recaman la vera de mi huerto, vístense de ricos atavíos?» (sic.). En fin, se lo advertí.

Por cierto, con respecto a ABROS, el diccionario remite a ABRA, que entre otras cosas dice que es «una abertura ancha y despejada entre dos montañas». El resto de palabros del vate búsquenlas vuesas mercedes en el diccionario si a bien lo tienen. Y pienso que a esta iluminada prosa es a lo que le hubiese llamado nuestro Baltasar Gracián «fárragos». Sin embargo también se encontraban «quintaesencias» entre aquellos paisanos, pues recuerdo un villancico que por allá salió en unas Navidades, y que por lo parco y conciso, vale la pena que también se lo transmita. Decía: El Niño Jesús / nació en un pesebre / donde menos se espera / salta la liebre. Amén.