Ya lo habrán visto por televisión: tras la entrega de la duodécima Copa de Europa, un enjambre de fotógrafos y espontáneos rodea a los jugadores del Real Madrid sobre el césped de Cardiff y Sergio Ramos, primer capitán del equipo, aparta de malas maneras a todo aquél que se cruza en su camino. La razón que más tarde esgrimían los jugadores en general, y Sergio Ramos en particular, era que la muchedumbre sobre el campo de juego, en su mayoría periodistas y reporteros acreditados, no les permitía, como es costumbre, brindar a la afición el trofeo recién conseguido. Sin embargo, el capitán se mostró especialmente contrariado cuando posaba para los fotógrafos con la copa y su familia mientras una caterva de desconocidos insistía en aparecer en el plano. Sorprende su enfado cuando, minutos antes, tras levantar La Orejona y pasársela a Marcelo, había empuñado un palo de selfie para grabarse en vídeo a sí mismo sobre el escenario en medio de una nube de confeti merengue. En ese momento, y en los sucesivos, Sergio Ramos no tenía muy en cuenta a la afición. Su atención la acaparaba la pantalla al final del palo.

Al día siguiente, fui a la Cibeles con mi padre, madridista apasionado que, no obstante, nunca había vivido una celebración frente a la Diosa Blanca. Nos metimos hasta el cogollo entre la multitud, pese al rumor de los atentados terroristas en Londres de la víspera, y cuando aparecieron los héroes alrededor del perímetro de la fuente, decenas de brazos se elevaron automáticamente al cielo enarbolando sus móviles con ambas manos para capturar a su paso el fulgor de la Historia. Mi padre y yo, más prosaicos, nos miramos y no hizo falta señalar lo obvio: desde nuestra posición sólo podía verse un bosque de brazos y pantallas de móvil, de manera que nos vimos obligados a escudriñar entre los huecos de los codos cómo anudaba Sergio Ramos la bufanda a la Diosa y alzaba la copa.

Mientras tanto, muchos de los jugadores del Real Madrid alzaban también sus móviles y grababan a la misma concurrencia que a su vez los grababa a ellos. Desde su altura, sin embargo, no captaban la imagen de una multitud, sino de una miríada de pantallas que brillaban al sol crepuscular como un gran ojo de mosca. Cámaras grabando a otras cámaras en un bucle fractal. El Gran Hermano no ha resultado ser un ojo que todo lo ve, sino una amalgama de ojos que ven una sola cosa, pero multiplicada por infinito.

La RAE define «pantalla», en su segunda acepción, como una «superficie que sirve de protección, separación, barrera o abrigo». Sergio Ramos cobró conciencia, al menos por un instante, de que todas esas pantallas que le rodeaban sobre la hierba de Cardiff, incluida la que él mismo sostenía en sus manos, eran, como reza el diccionario, una separación de la realidad, una barrera a su libre albedrío. Cuando quería dedicar el trofeo al público, la marabunta de flashes se lo impedía; y cuando deseaba guardar un recuerdo familiar del momento, la estúpida existencia se empeñaba en meterse en la foto. La imagen es la antítesis de la realidad. Y él, con su palo de selfie, era cómplice de su propia frustración. Tal vez por eso en sus redes sociales no aparece ningún selfie a partir de entonces.

La capacidad del teléfono móvil para hacer vídeos y fotografías hace que en todo momento estemos rodeados de cientos de objetivos que invaden el espacio físico a nuestro alrededor. Si vemos a alguien hacer una foto, surge la duda de si molestamos más pasando por delante o por detrás del objetivo: con el selfie ocupamos el doble de espacio. Ya no se trata sólo de que la autoimagen que proyectamos a través de nuestras redes sociales influya en nuestra psicología, sino que el propio hecho de realizar esas fotografías afecta físicamente a nuestro entorno.

Quizá debamos cobrar conciencia de ello, como Sergio Ramos en aquel instante de lucidez en Cardiff. Y para recordárnoslo estará siempre la postal de la celebración de la duodécima, en la que aparece una copa, un palo y una cámara de vídeo.