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El bien contra el mal

Vayamos por partes. A estas alturas ya son muchos los que dicen que no se trata de un «choque de civilizaciones», ni de «el Islam contra Occidente (judeocristiano, por supuesto)». El papa Francisco también lo ha dicho: no hay tal guerra de religiones. Y está fuera de duda que el Papa sabe más de religiones que Trump sobre el Islam. Pero ¿entre el bien y el mal? Eso ya es más complicado.

Plantear un problema en tales términos es muy práctico. Nosotros somos el bien y ellos son el mal, luego nosotros tenemos la razón de nuestra parte y «las puertas del infierno no prevalecerán» contra nosotros. Lo malo es que «ellos» piensan exactamente lo mismo: ellos son los buenos y nosotros los malos. A ellos les asiste su religión y una historia que incluye las cruzadas y las continuas intromisiones de «Occidente» (los cruzados, los infieles) en tierras ajenas, llevando la violencia y la explotación. Ellos nos ven, parece, como «bárbaros criminales» que han arramblado con sus bienes y han intentado acabar con su religión. Exageran, obviamente. Pero no estaría de más preguntarse si los que hablan como Trump también exageran.

Planteado así, sin matices, «nosotros» (sea quien sea) el bien y «ellos» (quienes correspondan) el mal, no hay otra solución que la violencia que generará más violencia. No importa, a estas alturas, saber quién empezó. Lo que importa es que se trata de una espiral que, aunque el DAESH pueda ser derrotado territorialmente entre Irak y Siria, se mantendrá por otros medios.

¿Qué hay detrás? Esa es la pregunta que la oposición bien-mal oculta o, por lo menos, dificulta dar con una respuesta positiva. No se trata de un ejercicio de «equidistancia». No es cuestión de estar a favor del bien y en contra el mal como si se tratase de dos bandos bien definidos y con fronteras muy claras. Primero, porque no están tan bien definidos. Y, sobre todo, porque el mal es la violencia de unos y otros, que es de lo que se debería hablar y de los medios para reducirla. Acabar con el contrario (bajo el supuesto de que encarna el mal absoluto) es una de las opciones, pero no funciona. Tarde o temprano, si no se han abordado los problemas subyacentes, la violencia regresa y no se trata de algo abstracto (como el bien y el mal) sino del dolor de familias rotas, huérfanos, miseria y desesperación? que genera más violencia tan irracional como la del contrario, si por racional entendemos relación entre medios y fines y no solo expresión de ira, aflicción, cólera o deseo de venganza.

La cuestión está mal planteada si se hace en términos de bien contra mal, porque todas las partes pueden recurrir a ello atribuyéndose el bien y dejando el mal para los contrarios. Sin matices? que es precisamente lo que mejor moviliza a los incautos que se dejan atrapar por esas versiones maniqueas que tan bien pueden entender los actuales iraníes bajo la tradición de Ormuz y Ahrimán, con el triunfo garantizado para Ormuz. Sin llegar a tales extremos de concreción, la tradición judeo-cristiana tiene también esa tendencia a dividir las ovejas en buenas (a la derecha del Padre) y malas (a la izquierda): «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles».

Parece que es la forma más simplista de enfrentarse a un problema y es posible que tenga incluso base neurológica. Pero no es la mejor manera de resolverlo, aunque sí una de las mejores formas de conseguir adeptos y seguidores. Al fin y al cabo, eso es política y marketing político y eso es lo que hay detrás de consultas populares como el referéndum de Colombia, el «Brexit» o la de Renzi en Italia: sí o no para asuntos sumamente complejos que se presentan como si fueran sencillas opciones? entre el bien (lo que propone el gobierno) y el mal (lo que propone la oposición). Realmente, no se puede elegir entre blanco y negro sino entre matices del gris. También pasaría en Cataluña.

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