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Bartolomé Pérez Gálvez

Reeducación lingüística

No era consciente de que el modo en que me expreso pudiera considerarse sexista. Si no fuera por la última iniciativa de la Conselleria de Sanidad Universal -¡cómo mola el nombrecito!-, llego a la jubilación sin darme cuenta de mi lenguaje inadecuado. Les aseguro que nunca ha existido mala intención por mi parte. Mi error radica en hacer cierto caso a las directrices de la Real Academia Española (RAE) que, según parece, no son tan apropiadas como suponía. En fin, pido perdón y prometo enmienda. Por lo pronto, ya estoy leyendo esa clarificadora «Guía breve para un uso no sexista del lenguaje» que ha elaborado la Unidad de Igualdad del departamento que dirige Carmen Montón. Agradezco el envío y mañana mismo voy poniendo en práctica sus indicaciones, aunque solo sea por aquello de la obediencia debida.

Discúlpenme si a alguien he ofendido en tantos años. Crecí convencido de que recibía una educación basada en el respeto y la igualdad. Fueron aquellos años de la transición y del consenso, que deberían ser un ejemplo para quienes hoy no llegan a acuerdo alguno. Me formé en una sociedad en cambio constante, en la que se hizo preciso reconocer la variedad humana y, muy especialmente, la justa y obligada equiparación de derechos entre hombres y mujeres. Y, en cuanto al lenguaje se refiere, fueron tiempos en los que léxico, gramática y ortografía se cuidaban con un cariño que ya quisiéramos que recibieran en la actualidad. A pesar de todo, parece que mi uso de la lengua española es excluyente. Usted, aunque no sea consciente de ello, también puede estar cometiendo el mismo error.

La guía que permitirá mi redención, me llega en un correo -reenviado, obviamente- del director general de Asistencia Sanitaria, Rafael Satoca. La misiva se dirige a los «apreciados compañeros y compañeras», desdoblamiento que la RAE considera artificioso e innecesario. Mal empezamos. Reconozco que también abuso con frecuencia de esta fórmula y suelo referirme a los «mozos y mozas» -o viceversa-, más que nada porque rechazo utilizar barras y arrobas. Ahora bien, si los académicos consideran que se trata de un proceder lingüísticamente inadecuado, habrá que aceptarlo. No deberíamos olvidar que la Real Academia es la institución encargada de dictar las normas que regulan nuestro idioma. Funciones similares a las que se le conceden a la Acadèmia Valenciana de la Llengua, para normativizar el uso del valenciano. En consecuencia, debería concederse el mismo respeto a los dictados de ambas instituciones. Otra cosa es, obviamente, el derecho a solicitar cuantas modificaciones considere oportunas.

Lanzada ya la inmersión lingüística, ahora toca iniciar una nueva cruzada de reeducación. El proceso es sospechosamente coincidente con el que caracteriza a la literatura de ficción distópica. El problema, claro está, radica en que no hay nada de ficticio en lo que viene haciendo la Generalitat Valenciana, en su camino hacia ese mundo feliz que describía Aldous Huxley. En el trayecto, y como medio para alcanzar la meta, parecen ir aplicando los principios de control que George Orwell exponía en su «1984». Para ello comienzan por redefinir la forma en la que debemos expresarnos correctamente. Se trata, en suma, de recobrar el concepto de «neolengua» o, en términos más coloquiales, de hablar en un modo políticamente correcto.

La idea, como método de concienciación de la igualdad de género, puede ser acertada. Ahora bien, cuando se convierte en instrucción coercitiva disfrazada de consejo, empezamos a rozar el autoritarismo. Que me vengan imponiendo -vale, insinuando- la manera de redactar un documento, en contra de las normas de uso del idioma, está fuera de lugar. Y eso es lo que se desprende de una guía que, en honor a la verdad, no es una idea del actual tripartito autonómico sino del gobierno que presidió Francisco Camps. En tiempos de Juan Cotino, como conseller de Bienestar Social, ya se publicó un manual similar. Así pues, para todos habrá que repartir, tanto en lo bueno como en lo malo. Eso sí, es de agradecer que el texto de Sanidad haya quedado reducido sensiblemente en su extensión. Y es que cuatro páginas no cuestan tanto de leer.

Tiene narices que, a estas alturas de mi vida, pudiera ser tachado de excluyente por el simple hecho de utilizar el masculino genérico. Insisto, solo he seguido las normas de la RAE y no siempre, que vuelvo a reconocer mi tendencia hacia el desdoblamiento. Incluso, si se hace preciso, llego a recurrir al uso de neologismos, al más puro estilo de los «miembros y miembras» de Bibiana Aído. En mi caso, ahí les dejo el «jóvenes y jóvenas» que le plagié a una de mis hijas. En fin, vayamos a las propuestas, dirigidas a fomentar eso que llaman «uso inclusivo» del lenguaje. Valoren, ustedes mismos -¿y mismas?- si se favorece la igualdad en la atención sanitaria o, por el contrario, se abre la puerta al sarcasmo. Y, de paso, a la desaparición progresiva de algunos conceptos que van más allá del género.

Como ejemplo, Sanidad propone eliminar el término «paciente». La razón no es, como ocurriera hace años, la contraposición con los conceptos de «cliente» o de «usuario». Ahora se aconseja que todos ellos pasen a mejor vida. El problema es que, en ocasiones, acaba siendo peor el remedio que la enfermedad. Se propone que la «atención al paciente» sea modificada por la «atención a las personas pacientes». Claro está que el primer término hace referencia al sufrimiento y, el segundo, a la capacidad de esperar. Sufrir y esperar son dos condiciones que coinciden en quien precisa una atención sanitaria, pero no por ello significan lo mismo. Empezamos con los líos.

El nuevo lenguaje inclusivo tampoco hará referencia a los hijos. A partir de ahora, éstos se convierten en «descendencia» y los niños pasarán a ser denominados «criaturas». Un término que, por cierto, suelo utilizar con bastante frecuencia. Eso que llevo aprendido. La retahíla de cambios es extensa: nos referiremos a los expertos como a «quienes saben»; los autores serán «quienes firman»; y, los demás, serán «el resto de la gente». Eufemismos por doquier y cambios de conceptos, que no es lo mismo decir «muchos piensan» -¡maldito genérico!- que «como mucha gente sabe», tal y como se deberá hacer a partir de ahora. Porque pensar, queridos míos, no equivale a saber. Ah, y puestos a eliminar términos sexistas, se acabó el mal uso de la primera persona del plural: adiós al «nosotros». Pues nada, quedémonos en la individualidad que siempre será menos problemática.

En fin, póngame a caldo -o a sopa, si lo prefieren- pero creía que una política igualitaria y no sexista, en la asistencia sanitaria, era algo más serio. Disculpen mi desconocimiento.

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