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El fin de los privilegios

Año 2074. El mundo laboral es por fin un espacio dinámico y flexible. Todo fluye, todo está en permanente movimiento. Atrás quedaron los corsés burocráticos y las normativas rancias que mermaban la competitividad del país. No fue sencillo llegar hasta aquí. Muchos ciudadanos se habían acostumbrado a una vida demasiado cómoda y no mostraban el suficiente espíritu de sacrificio por su empresa. Tampoco solían dedicar el tiempo libre a buscar nuevas formas de superarse a sí mismos o aumentar su productividad. Almas poco emprendedoras que se aferraban al pasado y no entendían los vientos de cambio que habían empezado a soplar a nuestro alrededor. Lo que ellos consideraban derechos adquiridos eran en realidad privilegios indefendibles.

Unos oportunos retoques en la legislación laboral sumados a convenientes campañas de pedagogía y desprestigio bastaron para que muchos fanáticos de la calidad de vida asumieran su error. Otros se organizaron para protestar, claro. Desde los profesores hasta los ferroviarios, pasando por basureros, estibadores, personal de limpieza o taxistas. Menos mal que ahí estaba la sociedad civil para hacer presión y recordarles que si los demás teníamos que nadar en la precariedad, ellos también debían venir a bucear con nosotros. Además, como algunos de los colectivos en lucha acarreaban mala fama desde hacía décadas, no fue demasiado difícil lograr que la opinión pública se pusiera en su contra. Les teníamos ganas.

Finalmente, venció el sentido común. Desregularización o muerte. Se esfumaron los contratos indefinidos, una antigualla inservible en esta montaña rusa de emociones en la que se ha convertido el trabajo. Pegamos un buen hachazo a los sueldos porque consideramos que había que fomentar la cultura del esfuerzo. Claro, si empezabas pagando a la gente 1.000 euros, se sentían satisfechos y ya no tenían estímulos para llegar hasta los 1.200. Mejor darles 300 y visibilidad, el resto que se lo ganen según sus resultados.

Dijimos adiós a los subsidios por desempleo, pues no hacían sino desincentivar la búsqueda activa de un nuevo puesto y convertir a los parados en parásitos sociales. Las vacaciones y las bajas laborales remuneradas también se convirtieron en reliquias históricas. Al fin y al cabo, no eran sino prerrogativas absurdas, frivolidades. Si no se trabaja no se cobra, es tan obvio que parece mentira que llegáramos a plantearnos lo contrario.

Por su puesto, dinamitamos la separación entre trabajo y descanso: en este nuevo paradigma puedes dedicarle tiempo a tu jefe en cualquier momento del día. Mientras preparas la cena, antes de acabarte el capítulo 16 de la novela que te estás leyendo, al pasear al perro, cuando bañas a tu hijo o a tu padre con Alzheimer... ¿Acaso era mucho pedir que interrumpieras esas actividades para contestar 300 mails, arreglar un Excel o redactar informes? Claro que no, pero los excesos de confort en épocas pasadas nos habían abocado a una borrachera de bienestar. Y además, nunca teníamos suficiente, siempre aspirábamos a más: más tiempo libre, sueldos más altos, más facilidades para desarrollar una existencia feliz, equilibrada y placentera. Menos mal que pudimos dejar todo eso atrás y convertirnos en seres proactivos, empresarios de nosotros mismos. Siempre marcándonos desafíos, como pagar una vivienda habitable o tener una jubilación digna. Siempre caminando por el borde del precipicio. Miradnos, ¡qué felices somos sin tanto privilegio!

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