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Lorena Gil López

La CAM, el quinto hijo

Mi padre trabajó en la CAM 51 años. La ha querido yo diría que casi como a un hijo. Y le dolió e indignó que 137 años de historia acabaran así. No he hablado con él esta semana del juicio a la cúpula de la caja, donde se han sentado en el banquillo algunos de los que consideraba buenos compañeros. Pero conociéndole, le hervirá la sangre al escuchar las declaraciones de unos y otros echándose las culpas mutuamente, encendiendo el ventilador y tirando la mierda hacia ninguna parte. Que el expresidente diga que era un «mero instrumento» o que se dedicaba a acompañar a la mujeres de los representantes de CajaAstur, Caja Extremadura y Caja Canarias a visitar outlets de zapatos y bolsos es un insulto a todos los trabajadores. Y al exdirector general soltar que el Banco de España les animó a emitir las cuotas participativas y que la CAM no era lo peor de lo peor, mientras él se aseguraba una jubilación millonaria, cuanto menos es de tener poca vergüenza. Sí, las cuotas, ese gran invento de ingeniería financiera que iba a hacer ganar pasta a miles y miles de clientes que toda la vida habían confiado en su caja. Mi padre nos habló de ellas, claro que sí, y nos animó a adquirirlas, como otros cientos de sus compañeros hicieron con sus familias y sus amigos, porque él y ellos tenían confianza plena, ciega diría yo, en todo lo que la CAM sacara al mercado. Dos hermanos lo hicimos y dos no dimos el paso, y este es un tema que todavía es motivo de tensión en la familia. Yo ahora siento lástima y pena, sí, por todos aquellos que consideraban que la CAM era algo suyo y que se vieron defraudados por unas pocas personas que olvidaron lo que era la entidad, su identidad, sus valores, y pasaron a utilizarla en beneficio propio.

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