A mi alrededor percibo disgusto explícito y cabreo sordo en relación con la nueva performance de silbidos al himno, al Jefe del Estado y a todo aquello que tenga que ver con los símbolos de España.

Entretanto he recibido un whatsapp que dice: «Si le silbas a una mujer cuanto te la cruzas por la calle te tildan de 'machista', si silbas a un jugador negro, te llaman racista, pero si le silbas al himno y con él a todos los españoles, eso es 'libertad de expresión'. Y termina con un castizo: "tócate los co...!».

Nada que objetar salvo una matización obligada. Silbar al himno no equivale a hacerlo a «todos» los españoles, porque hay españoles de carnet de identidad, que no se sienten tales. ¿Cuántos? No lo sé. Pero quizás convendría tener el dato.

En las últimas ediciones de la Copa del Rey, se ha repetido el libreto. Equipos vascos enfrentados a equipos catalanes, con aficiones que se desplazan joviales y uniformadas, en dos ocasiones a la capital de España, y en otra a Valencia. Las poblaciones anfitrionas los reciben con naturalidad. Ningún problema hasta aquí, salvo el calentamiento previo, con el reparto gratuito de chiflos (¿quién paga esto?) por activistas que no dan cuartel al «conflicto identitario», ni siquiera cuando se trata de una celebración deportiva como ésta.

La misa de los chiflidos comienza en el preciso instante en que el Jefe del Estado hace su entrada en el palco del estadio, acompañado por los presidentes de las respectivas comunidades autónomas, los de los clubes, el ministro del ramo y la cola de acompañantes. Suenan los primeros silbidos dirigidos al Rey cuando, al poner por los altavoces el himno de España, arrecia un bullicio atronador, al tiempo que las hinchadas ondean sus banderas. De nada sirve que la televisión trate de disimular los decibelios. La bronca se ha impuesto.

Cuando termina el himno sin letra, el estruendo pasa a ser deportivo y cada una de las aficiones concentra la pasión en el desarrollo del encuentro.

Montar este regocijo intencionado no es sino una falta de educación y de respeto a los símbolos nacionales, insoportable para los que se sienten españoles, que siguen sin entender por qué no se hace algo para no tener que aguantar estoicamente el turbión.

Hay precedentes de respuesta. Los abucheos a la Marsellesa en un Francia-Túnez, fueron preludio de las medidas adoptadas por el gabinete Sarkozy, consistentes en que, si durante los acordes del himno se produjese algún signo de protesta, se suspendía automáticamente el encuentro, que se retomaría cuando las autoridades lo estimasen oportuno.

La perplejidad del palco acaba convirtiéndose en un ejercicio de apretar mueca y recomponer figura. Precisamente eso es lo que pretenden los que silban, convertir a los actores principales en figurantes de un teatro de polichinelas, con ademán de disgusto sin poder mover un músculo.

¿Por qué se permite que millones de españoles tengan que aguantar, año tras año, este divertimento de unos, que no exime de críticas al Jefe del Estado por parte de otros, pues no entienden por qué no abandona el palco, en lugar de aguantar, marcialmente, el tipo?

No son menores las críticas a la dejadez gubernativa que, en esta ocasión, se ha limitado a explicar el operativo previsto para un encuentro de alto riesgo. Cuando la «libertad de expresión» se tradujo en abucheos y silbidos al presidente del Gobierno en el desfile de las Fuerzas Armadas, se suprimieron las tribunas de público invitado y así se sigue hasta hoy.

La federación tampoco puede escamotear su alícuota parte de responsabilidad. No es una sorpresa para nadie porque el espectáculo se repite cada vez, y en cada ocasión se comprueba que no se adoptan medidas preventivas ni se sancionan conductas que no tienen que ver con el deporte. El año pasado solicité a un director general del Consejo Superior de Deportes información sobre la respuesta gubernativa a los silbidos del Barca-Athletic de Bilbao. Silencio administrativo. Hasta hoy.

¿Alguien puede imaginar que el presidente de la Generalitat, el lehendakari, sus banderas (la señera y la ikurriña), sus himnos ( Els segadors o el Gora ta Gora) fueran objeto de abucheo por parte de otros españoles en territorio vasco o catalán? Piénselo lector y así podrá calibrar mejor el enfado que ya acumulan los espectadores silentes en cada edición de la Copa del Rey. Siendo muy grave que no se respeten los símbolos del Estado español, aún lo es más que no haya respuesta a una agresión moral.

Nadie puede sorprenderse que la inacción se traduzca en repetición. «Esto es lo que hay», esa nueva filosofía low cost que inunda, con tanto éxito, nuestras vidas. «La globalización de la indiferencia», actitud «valerosa» que se apropia de las conciencias, marcando el paso en dirección a la tabla de salvación individual. Y esto es así porque la colectiva no parece tener muchos adeptos, a la vista de la tibieza con la que se reacciona a la provocación y la burla de la ley.

A los que anteponen la libertad de expresión a cualquier otra consideración, les aconsejo releer al filósofo Emilio Lledó: «A mí me llama la atención que siempre se habla, y con razón, de libertad de expresión. Es obvio que hay que tener eso, pero lo que hay que tener, principal y primariamente, es libertad de pensamiento. ¿Que me importa a mí la libertad de expresión si no digo más que imbecilidades? ¿Para qué sirve, si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no sabes ser libre intelectualmente?».

Un amigo, eminente jurista, al que le gusta mucho el fútbol, no le preocupa lo más mínimo lo del himno, y le disgusta la agresión a su país por parte del nacionalismo secesionista, excluyente e identitario, lo condensa así: «Los silbidos son como si a un familiar alcohólico que llega todos los días a casa con una tajada impresionante le reprochas lo feo que es vomitar y el ruido tan desagradable que mete. Lo malo no es la vomitona, que es el síntoma, sino la enfermedad, que es el alcoholismo?».

Cuando la respuesta a los silbidos es el silencio, el mensaje es nítido y al año que viene, si se repite el libreto con parecidos contendientes, volverá a representarse la función, con el titulo: «Final del paganismo y comienzo de lo mismo».