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El pirata

El señor Occhetti limpió la lápida de su hija con un papel de periódico. Tiró las flores secas a la única papelera del pequeño cementerio y luego, colocó unas nuevas en su lugar. A medida que hacía todas estas cosas se subía los pantalones una y otra vez. El ayuno al que se estaba sometiendo empezaba a surtir efecto y no había pensado en ponerse un cinturón. Besó el mármol y murmuró algo, luego salió escopeteado hacia la calle.

A sus casi sesenta años aún estaba de buen ver, de hecho resultaba muy atractivo; alto y masculino, y con una nariz egipcia que a veces interrumpía el beso.

Le gustaba analizarlo todo, y criticar a los otros. No en balde había estudiado mucho y eso le daba cierto aire de superioridad. Un día le pregunté quién eres tú para hablar así de los demás, y me respondió, nadie, sólo un desgraciado.

El señor Occhetti ya no creía en el amor, ya no creía en nada, ni en si mismo, pero a pesar de todo seguía luchando, y quería tatuarse una calavera con dos sables en el hombro.

Lloraba a su hija a diario y luego trabajaba, o se iba a correr por el parque. Se había propuesto ponerse en forma para volver a navegar. En los últimos meses no había hecho más que comer y beber a todas horas, y había ganado mucho peso, y ahora quería adelgazar costase lo que costase. De ahí la idea del ayuno de sirope de arce. Ya lo había hecho otras veces. Decía que era la manera más rápida de bajar de peso. A mi parecer, la más rápida para bajar, y también para volver a subir. Pero de poco servía llevarle la contraria porque era de ideas fijas y cuando se le metía algo en la cabeza no había manera humana de hacerle cambiar de opinión.

Me gusta pensar que las personas que pasan por nuestra vida lo hacen con algún fin; nos enseñan cosas, o simplemente nos acompañan y nos regalan una nueva mirada del mundo. Luego, si el amor no cuaja, deberíamos despedirnos y quedar en paz, y hasta la próxima.

El señor Occhetti y yo vivimos momentos de película. Por eso me apena pensar que probablemente no volvamos a vernos. Tampoco dispusimos de mucho tiempo y la relación se nos fue enfriando. Ahora sé que el duelo no es el terreno más fértil para el amor. Soy un hombre roto, me decía, escápate. Y lo cierto era que nada ni nadie podía consolarle.

Un día soñé que navegábamos en un velero hasta los confines de la tierra, y que íbamos a buscarla. Vivir el duelo de otro no es nada fácil, uno se siente inútil, estúpido, impotente.

Tal vez necesites ayuda le sugerí, pero el señor Occhetti se resistía a dejarse ayudar. Lo quería hacer todo él solo. Era de esa generación que cree que los sicólogos le revuelven a uno más que otra cosa.

Un día le dije que yo aún tenía algunos sueños que cumplir y que por ello debía seguir mi camino, y simplemente desapareció.

El señor Occhetti me enseñó que cuando las cosas se ponen feas de verdad, uno siempre puede convertirse en pirata y seguir adelante con el corazón roto.

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