Ella sólo tenía 12 años. Le habían regalado unas orejas postizas que caracterizaban a su cantante preferida. De hecho, su padre, que estaba separado de su madre, le había hecho llegar un bolso con las orejas de la cantante. Tenía pues dos cosas a estrenar para ir al concierto en Manchester. Su madre habló con la mamá de una de sus amigas que pasaría a recoger a su hija. Y que, al finalizar el concierto, se la traería a casa. Todo normal, en una vida normal. Para una niña normal.

La madre se quedó en casa y miró el reloj un par de veces para ver si el concierto había terminado. Media hora después de haber terminado el concierto y sin haber conectado la televisión, llamó a la madre que acompañaba a su hija al concierto y la terminal estaba comunicando. Entonces enchufó la tele para entretenerse. El primer canal estaba dando una película y cambió arbitrariamente. De repente, paró en uno donde coches de policías y ambulancias se agolpaban en su ciudad. «Bomb in Manchester». Horror. De repente empezó a leer el teletipo que escupía un atentado en el concierto donde se encontraba su hija. Cogió de nuevo el teléfono con las manos temblando y las lágrimas asomando los ojos. El teléfono de la madre seguía comunicando. Llamó entonces, temblorosa, y miedosa, a su hija. Lo tenía apagado. Empezó a dar vueltas a la habitación mientras musitaba el nombre de su hija.

Y volvía a marcar el teléfono de la madre. Comunicaba. Y el de su hija. Apagado. Se sentó frente a la tele por si podía saber algo más. Llamó al teléfono de emergencias y estaba saturado. Llamó a su exmarido que ya sabía del atentado. El exmarido le dijo que iba hacia su casa para recogerla e ir hacia la zona del atentado, a pesar de que aconsejaban no hacerlo. «Pero es nuestra hija», se decían.

Cuando el exmarido tocó el timbre de la casa la madre seguía pegada al teléfono llamando repetidamente como una posesa. Nadie al otro lado. Se dieron un abrazo entre sollozos, mientras la madre sostenía el teléfono detrás del cuello de su ex. Y milagrosamente sonó el teléfono. Era la madre del concierto. Empezó a preguntar por su hija, pero no escuchaba lo que le decía la otra madre. Se tranquilizó. Pero seguía llorando. Su hija estaba bien. En la huida perdió el teléfono pisoteado por la estampida. Su hija estaba bien.

Al llegar a casa los tres se fundieron en un abrazo. Ella lamentaba que los regalos, el bolso de orejitas y las orejitas, se habían perdido en el caos. Pero la niña no lloraba. El pánico la había atenazado. Suele pasar. Solo lloró cuando vio a su perrito salir a recibirla. Era como si necesitase una excusa para saber que había sufrido un atentado y había salido ilesa.

Fue un malnacido. Como todos esos que siegan vidas por su fanatismo político o religioso. El malnacido había decidido acabar con los nacidos. Hacer posible que la muerte se hiciese cargo de las familias. Que se introdujese el mal entre los buenos. Claro. Porque hay buenos y malos en esta historia de ficción y de realidad que hoy les traigo aquí. Porque la niña podría haber sido su hija. Y si no lo es, es nuestra niña. Y en ese recuento de víctimas hay historias de vida tal como les he contado yo aquí. Pero es la vida contra la muerte. Es un terrorista intentando acabar con la maravillosa realidad de vivir.

Puedo encontrar palabras para definir a esta gentuza. Pero no haber nacido habría sido mejor. Porque los que quieren muerte, en vez de vida, son los malnacidos. Y toda esa mugre de ideología terrorista es injustificada y debe de ser perseguida. Cada día que enterramos a uno de los nuestros, que son todas las víctimas, enterramos la historia de la vida. Y si queremos luchar contra la muerte habremos de utilizar nuestra fuerza como Estado de Derecho para perseguirlos por tierra, mar y aire. Hasta que no queden malnacidos. Como hicimos con los nazis. Como hacemos cada día para preservar a nuestros hijos. No hay perdón, ni tiempo que perder para que no vuelvan a traernos a nuestros hijos de un concierto en una caja de pino.