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Que Madrid siga siendo Madrid

El mes de mayo en Madrid traza los caminos y sentencia las tendencias en lo que al mundo del toro se refiere. Le pese a quien le pese y caiga quien caiga. «En Madrid, que 'atoree' San Isidro» fue una máxima espetada por Rafael Guerra ante la dura realidad de esa afición caprichosa, soberana y durísima que no tiene por qué juzgar equidistante e imparcial, puesto que el toreo es pasión y arte, esto es, nada más lejos de lo objetivo. La nueva empresa Plaza 1 (Simón Casas y Nautalia) venía vendiendo un cambio en las profundidades y en las formas de una plaza que, si tiene personalidad propia, es gracias a su afición. Gustará más o menos, pero esa es la realidad.

Y los nuevos empresarios no han podido cambiar apenas nada, claro. Es justo reconocer una mercadotecnia moderna más acorde con los tiempos que corren, eso sí. Pero el pueblo es el que manda. En los toros, además, paga, por lo que con más razón su mandato es totalmente legítimo. Y eso no gusta a algunos administradores. En lo que se viene viendo, poco o nada han cambiado los vientos en Las Ventas. Sigue habiendo festejos soporíferos, algunos toros que se van sin aprovechar, orejas que se dan y nadie sabe cómo pasó, jóvenes espadas como Ginés Marín que en diez minutos pasan del proyecto a la consagración y toreros consagrados que, milagro de la vocación, se juegan la vida para seguir demostrando que no vinieron a esto por fama o dinero y que la tauromaquia es, más allá de un espectáculo o un negocio, una cuestión de liturgia y creencias. Talavante es el último profeta de ese culto venteño. Y en Las Ventas se dan, además, curas de humildad. Muchas.

Y Madrid también se equivoca, claro. ¡Faltaría más! Sus tendidos pueden dejar pasar casi sin ver un encastadísimo toro de Núñez del Cuvillo corrido en segundo lugar la tarde del 24 de mayo, quizá porque lleve un hierro favorito de las figuras. Incluso perderse la variedad de matices de todo ese encierro obcecados con el tema, y protestar preciosos y serios astados por presunta falta de trapío. Sus aficionados pueden mostrar unas formas de expresarse incómodas para muchos (comenzando por los propios toreros), pero también se pueden rendir ante la bravura de un Jandilla (algunos se rasgan las vestiduras) el pasado viernes a pesar del mismo argumento. Y se pueden entregar sin rubor al joven que recién llega y a la figura que se juega la vida en cada embroque. Aunque al día siguiente los bajen a los dos a los infiernos. En sus propias incoherencias, Madrid es coherente. Se entrega y exige sin medida y sin porqués. ¿Qué se pensaban los nuevos «productores»? ¿Que ellos eran más listos que los Chopera o los Lozano? ¿Que tenían la piedra filosofal de la sabiduría taurina más allá del resto de mortales? Por si acaso, Madrid les ha dejado clara la realidad. Por muchas plazas que lleven, por muy grande que tengan el barco. De momento se han hecho algunas cosas bien, sí, pero como casi siempre. Nada de revolución ni de posverdad. Creerse el vórtice del toreo no es positivo, y quien mucho abarca poco aprieta. Y la Catedral del toreo canoniza a quien le da la gana, hasta ahí podíamos llegar. Y pide amores en exclusiva, y también odia cuando le da la gana. Cosas de la pasión.

Lo peor de todo lo que llevamos de isidrada está en la falta de respeto al que discrepa. Aunque se equivoque. El derecho a opinar lo contrario no debería ser ninguneado por nadie. No solo no es negativo, sino que enriquece. Muchos han asumido la juventud que llega a la fiesta como savia nueva y alimento del futuro. Pero cuando esa juventud a la que se le ha mostrado y se le ha enseñado la fiesta se muestra exigente y ventea pancartas porque no está dispuesta a comulgar con ciertas ruedas de molino o se manifiesta en las redes sociales, está muy feo querer echarles la culpa de todo e invitarles a irse por donde vinieron. El viejo tendido 7, la otrora andanada del 8, está ahora algo más esparcido. Los nuevos y los de siempre. Y lo que no está nada bien es mandar a esbirros a acallar al que discrepa. No todo vale en nombre de la defensa de la fiesta. Y van a seguir siendo beligerantes con sus gustos e incoherentes en sus decisiones. De otra manera, Madrid no sería Madrid.

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