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Antiguallas fiscales

En el largo camino hacia el progreso, uno de los indicadores que nos da la señal de alarma y entre los que Bruselas nos exige con mayor insistencia, es el del control del déficit público que, junto al nivel de endeudamiento, marcan nuestra posición en el camino hacia la consolidación fiscal, porque no todo consiste en que el PIB siga creciendo, como lo hace, a un buen nivel, sino que el desarrollo debe ser sostenible, sin caer en el gasto excesivo.

De las tres administraciones públicas, sólo el Gobierno central no está cumpliendo. Las Comunidades Autónomas, por fin, el pasado año 2016 consiguieron no superar el reto marcado, mientras los municipios reciben parabienes, porque hace ya tiempo que lograron equilibrar sus finanzas, cumpliendo con quien les controla: el Gobierno central, el que peor se está comportando, y eso que se les ha llenado la boca en su exigencia de que todos nos ajustemos el cinturón.

¿Es una proeza la contención del déficit por una gran parte de los 8.114 municipios españoles? Sin desmerecer el esfuerzo que han podido realizar para contener sus ansias de gastar, no debemos olvidar que los municipios cuentan con medios que ya quisieran para sí las otras administraciones: un sistema fiscal que no es «como la tripa de Jorge, que se estira y encoge», sino que estira y no retorna. Que les permite recaudar a placer, aunque sea rígido, arcaico, anacrónico y actúe de espaldas al principio de capacidad económica y a los otros principios de justicia que se proclaman en el artículo 31.1, de la Constitución: generalidad, igualdad, progresividad y no confiscatoriedad.

Fiscalidad municipal

Con la transición española, a finales de los 70, en España se derrocó la fiscalidad light del franquismo con el propósito de lograr la justicia distributiva. La nueva organización territorial contribuyó al elefantismo del gasto público, y con la modernización fiscal, pasó otro tanto, porque se aprobaron el Impuesto sobre el Patrimonio, el IRPF, y el Impuesto sobre Sociedades, y años más tarde, el IVA. A las Comunidades Autónomas les cedió el Estado los impuestos de Transmisiones Patrimoniales, Sucesiones y Donaciones, y Patrimonio. Además, les concedió facultades para crear su propia Hacienda autonómica, cosa que han hecho creando reinos de Taifas fiscales, que hace que los contribuyentes reciban un trato desigual según la comunidad en la que habitan.

La reforma fiscal de la Hacienda municipal llegó más tarde, en 1988, y no aportó nada nuevo, aunque a los municipios se le dieron poderes insospechados, que les ha permitido alcanzar niveles de ingreso nunca soñados. Con la Ley Reguladora de las Haciendas Locales, se suprimieron impuestos que venían desde comienzos del siglo XIX, tan denostados, como las Contribuciones Urbana y Rústica, pero a cambio se instauró el IBI, un impuesto no menos carpetovetónico, de estructura administrativa y valoración indiciaria, aunque espléndido, porque recauda a su antojo en cualquier situación económica.

Se suprimieron las Licencias Fiscales del Impuesto Industrial y el Impuesto sobre la Radicación. A cambio se alumbró el IAE, una clonación de los anteriores, que siguió utilizando cuotas fijas o módulos que nada tienen que ver con el beneficio empresarial, y que originan su pago aun teniendo pérdidas, porque se exige simplemente, por «el mero ejercicio de la actividad». Y continuó el impuesto de circulación, cambiándole el nombre: sobre vehículos.

Como si se tratara de una tomadura de pelo, se crearon dos impuestos voluntarios, que, pese al nombre, se exigen en casi todas las poblaciones. Uno, el Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras, (ICIO), y el otro, el de plusvalía municipal, en el que, por arte de birlibirloque, se considera que la transmisión de un inmueble, siempre produce beneficios -plusvalía- aunque se tengan minusvalías. Claro está: la plusvalía era para los Ayuntamientos, hasta que, casi 30 años más tarde, el Tribunal Constitucional, ha arreglado el disparate, y ha dicho algo tan simple como que, si se pierde no se gana y por tanto no se paga; así que ha anulado la validez de los artículos que permitían cobrar el impuesto habiendo pérdidas.

Trajes de época

Es tan poco neutral el sistema fiscal municipal, que, de los cinco impuestos señalados, cuatro de ellos gravan a los bienes inmuebles o actividades relacionadas con ellos. Se sobrecarga, así, la fiscalidad que les llega de la Hacienda central y de la autonómica, lo que supone una sobreimposición intolerable y un atentado al principio de neutralidad.

Dos de ellos, el IBI y la plusvalía municipal se sirven para fijar la base imponible, que debiera medir la capacidad económica, de un valor ancestral, rígido y de perverso uso; como es el valor catastral. Un valor administrativo, cuyo parecido con la realidad del mercado es pura entelequia; que, pese al dictado legal, ajustarse al valor de mercado sin superar el 50% de él, es capaz de contravenir las leyes, siendo capaz de subir cuando el precio de los inmuebles baja, sin ser corregido durante décadas, ya que eso depende de los ayuntamientos, y a estos les viene de perilla su mórbido crecimiento.

Pero es que, además, los municipios juegan a placer con el intervalo legal de los tipos de gravamen, que les permite bajarlos o subirlos a su gusto; claro, según crezca o no el valor catastral. Eso sí, las cuotas no hay modo de que bajen, por lo que los contribuyentes, están más que hartos de un impuesto que al principio era moderado, que suprimió arbitrios y tasas, como basuras, alcantarillado, etc., para volver de nuevo a reinstaurarlas, y ha subido tanto que su llegada se teme como al coco.

En otros dos impuestos -el IAE y el Impuesto sobre Vehículos-, como si se tratara de tributos del medievo, no se emplean bases imponibles ni tipos de gravamen, porque para calcular el pago a realizar, se usan cuotas fijas, o se calcula a través de módulos y valores indiciarios. Algo que todos sabemos es contrario al cálculo moderno y plausible que exige la justicia fiscal: todo impuesto debe tener concordancia con la capacidad contributiva que se grava.

No menos extravagante es el impuesto sobre las construcciones, instalaciones y obras, que se instaló pese a existir la tasa por licencia urbanística. A su nombre abreviado, ICIO, parece que se le haya caído la V, porque responde al vicio del legislador en gravar todo aquello que lleva ladrillos, aunque luego los ediles se quejen y reclamen que los precios de un bien tan preciado y respetado constitucionalmente como la vivienda deberían bajar.

Visto los medios con los que cuentan y el modo de usarlos, ¿verdad que ya no tiene tanto mérito que los ayuntamientos logren el equilibrio presupuestario? Y viendo cómo cada año se exigen cantidades más insoportables, ¿verdad que ya va siendo hora de que el Gobierno se enfrente a la modernización del sistema y cambie unos impuestos del tiempo de Maricastaña, por mucho que se recaude con ellos? Más aún, si como es el caso, esos «cinco magníficos», son una representación de antiguallas, que nada tienen que ver con la justicia tributaria. Pues ahí están; pese a que llevemos más de veinte años reclamando su entierro o reforma a los distintos Gobiernos, ¡y como quien oye llover!

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