Hace unos años nos visitó, en el Museo de Pusol, una comisión que venía de una universidad de Croacia: el rector, su secretaria y tres profesores más. No eran muy habituales entonces las visitas de países tan lejanos -hoy ya es otra cosa-, así que les recibimos con amabilidad, pero también con cierta expectación. He de decir que nos empleamos a fondo en hacer que disfrutaran del recorrido, pero también ellos actuaban como esponjas absorbiendo nuestras explicaciones, escrutando cada sala, cada pieza, cada cajón, cada documento, cada proyecto. Fernando, el director y artífice de esta institución, les explicó la génesis y proyecto pedagógico para una escuela unitaria rural regida por tan solo dos maestros, inicios que se producían allá por la década de los años sesenta? Les relató Fernando cómo los niños entendieron la idea de rescatar los utensilios del laboreo de la tierra que estaba sufriendo un cambio sustancial con la entrada del novedoso tractor que, de una tacada, se barrió las cuadrillas de labradores que se reunían para trabajar en el campo cada estación del año. Y, tras las huellas del novedoso aparato que anunciaba una tecnología imparable, desaparecía todo un modo de vida que nos conectaba con los ancianos que aún no habían desaparecido, pero que ya tenían el pie puesto en el estribo. Los niños, dirigidos por los maestros, aprendieron a limpiar cada pieza, restaurarla, ficharla, y recoger la información respecto al uso, conservación y anécdotas que las mantendrían vivas. Fueron muchos años hasta llegar al fondo museístico tan impresionante que hoy en día alberga esta institución que ha merecido, con razón, el título de Patrimonio de la Humanidad. Y, créanme, no cabe en este espacio ni siquiera un breve relato de lo que posee, así como el potencial cultural que encierra; pero les voy a contar al fin el porqué de esas lágrimas que le brotaron al rector al final de la visita.

Era un hombre no muy alto, de una edad casi avanzada, pero lo que le hacía más singular eran sus ojos, vivos por demás. Si miraba alguna pieza especial, lo hacía de manera exhaustiva, si una calle con sus tiendas que allí estaba expuesta, tomaba perspectivas y si le dejábamos mirar en los cajones de los muebles, en donde había ropa de mesa, también de antaño, entonces se quedaba como la mujer de Lot, transformado en estatua de sal. Solo rió una vez: al ver los calzoncillos que encontró en el cajón de una cómoda del dormitorio. Se ve que se acordó de su abuelo. Pero indudablemente lo que le dejó impactado de veras fue la alacena de la cocina, donde le hicimos ver que todas las tacitas eran desiguales, los vasos tampoco pertenecían a un juego, y las fotos de un soldado, o de un bebé con sus pañales de domingo, las hueveras con un dibujo de actriz en actitud sofisticada, eran el tesorillo del ama de casa.? «Fíjense en que todo es desigual en la cocina -le explicó Fernando-, las tazas, los vasos, los platos, porque el ama de casa las conseguía del trapero? sí, entonces todo se reciclaba hasta la extenuación. La ropa tenía su fin en aquel saco cuando ya no servía ni para limpiar el polvo; los zapatos pasaban por el remendón durante años, y, cuando ya no tenían solución, iban al saco de aquel trapero. Los desperdicios de la comida servían para engordar al cerdo, las gallinas o los animales que criaban en el corral. Nada se tiraba, todo se reciclaba, no se perdía ni el tiempo porque, hasta cuando llovía, en el porche o al amor del fuego se tejía la cuerda de esparto?».

Y, al final del largo recorrido, nos sentamos a descansar y fue entonces cuando al rector se le saltaron las lágrimas: «Verán -dijo a modo de excusa- este ha sido también un recorrido a través de mi infancia con mi abuelo. Nosotros venimos de las mismas experiencias, de los mismos principios, las mismas tradiciones y hasta de los mismos objetos. Todos tenemos las mismas raíces? todos somos hermanos?». Y esta última frase sonó como impregnada de cierta nostalgia y también ligada a un suspiro.

Cuando ahora yo paso por una de esas calles del pueblo con procesiones de basureros explicando que «aquí el papel, ahí el vidrio, allá todo lo demás», recuerdo otra reflexión de aquel rector. Dijo, con un tono de voz ya menos entusiasta? «Reciclaje era esto, aprovechar lo que se pueda todo lo que se tiene, lo demás es despilfarro. Y cuando hay gente que no tiene de qué vivir, el despilfarro se convierte en actitud inmoral. No debemos consentir que esto suceda?». Fue el pie que me dio para pensar en los rebosantes armarios de la gente «pudiente», ropa que jamás llega a manos del trapero porque no se le da uso, solo se posee, y al final todo lo que no nos gusta sencillamente se desestima. Sucede ahora con todo lo que usamos los seres humanos. Comida, bebida, papeles, muebles? y, al final, lo único que el habitante de este incomprensible mundo guarda con pasión es el dinero? ¿Ven? Lugares como Pusol no solo sirven para pasar un buen rato, o investigar, o guardar la memoria histórica, sino también para reflexionar y aprender de esa experiencia que allí habita.

En aquel momento, y me refiero otra vez a la inolvidable visita de los croatas, era otoño y caía la tarde. Uno de los jóvenes que trabajaban allí asomó la cabeza por la ventana del despacho en donde aún charlábamos, y dijo: ¡Salgan, hay puesta de sol!

Si ustedes no han visto una puesta de sol otoñal desde donde se contemple en todo su esplendor el sol poniente recortándose en un horizonte repleto de palmeras, con las nubes desgarradas por los últimos rayos del atardecer, búsquenlo cuando doble el Día de Todos los Santos, no son difíciles de sorprender. Ya nos darán las gracias.