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Hay algo de particularmente obsceno en la imagen del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tocado con una kipá mientras mete la mano por uno de los huecos del Muro de las Lamentaciones.

Como claras fueron sus palabras dirigidas a los líderes árabes reunidos en la feudal Riad explicándoles que no estaba allí para "dar lecciones" porque busca "socios, no perfección, aliados que comparten nuestros objetivos".

Hipócrita en aquel gesto en el recinto sagrado del judaísmo, al menos en su discurso ante los árabes, el republicano por conveniencia no puede ser acusado de fariseísmo.

Los Estados Unidos de Donald Trump no están ahí para defender valores, sino para hacer multimillonarios negocios, sobre todo con la venta de armas con las que los compradores pueden reprimir a sus pueblos o machacar al vecino.

Lo que sí debería chocar, sin embargo, es que Trump alentase "una coalición de naciones que compartan el objetivo de combatir el terrorismo" precisamente en la capital de un país que defiende la ideología más extrema e intolerante del islam y que ha inspirado a muchos de los que ahora dicen querer eliminar.

No se puede sino dar la razón en este caso al recién reelegido presidente iraní, Hasán Rohani, cuando dijo, en respuesta a las palabras acusatorias de Trump contra su régimen y en clara referencia a Riad, que "quienes han apoyado a los terroristas, no pueden combatirlos".

"No creo que el pueblo estadounidense pueda olvidar la sangre derramada del 11-S", dijo Rohani en alusión al origen saudí de la mayoría de los secuestradores de los aviones estrellados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y al nunca aclarado papel de los saudíes en aquellos atentados.

Si hay algo que ha propiciado ese terrorismo al que ahora acusamos de atentar contra "nuestros valores" y "nuestro estilo de vida" y que ensangrienta diariamente - no lo olvidemos- las calles árabes, ha sido la insensata destrucción con nuestras armas de unos países cuyos derrocados regímenes ahora muchos parecen echar de menos.

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