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Muerte

Disculpe si me quedo en algo más pedestre en la línea de una portada reciente de The Economist: «La muerte es inevitable. Una mala muerte, no». Porque ambas cosas son difícilmente discutibles: que hemos de morir y que se puede morir mejor o peor.

Hace ya años Johan Galtung establecía tres criterios para saber si una muerte era de mayor o menor calidad. El primero era el momento, es decir, si se producía antes de haber cumplido un cierto ciclo vital. Se refería, obviamente, a las muertes prematuras que, por cierto, cada vez las consideramos con más y más edad. El segundo, el tiempo: ni una muerte repentina ni una muerte que llega después de un largo proceso de sufrimiento propio y ajeno. Finalmente, las causas: cuantas más, mejor, ya que una sola causa siempre te hace pensar que algo se podría haber hecho para evitarla. Múltiples causas dan un sentido de lo inexorable. Un claro ejemplo de muerte de mala calidad sería la de un joven que es atropellado y muere en el acto. Frente a ello, el anciano que sabe que su hora está cerca, que tiene tiempo para dejar arregladas sus cosas despidiéndose de los suyos y muere de varias causas simultáneamente.

El tema se puede ampliar y algunos datos que proporcionaba The Economist pueden ser útiles. El primero se refiere a dónde prefiere morir la gente. La revista ponía el ejemplo de cuatro países (los Estados Unidos, Italia, el Japón y Brasil) en los que se había preguntado dónde preferirían morir si en un hospital, en centros asistenciales o en casa. En los cuatro países la respuesta mayoritaria (y creo que sería también la de los españoles) era la de morir en casa. Pero la cuestión interesante era resultado de comparar esta opinión con la relativa a dónde pensaba el entrevistado que iba a morir realmente y, si había muerto un familiar recientemente, dónde había muerto éste. Lo de la casa disminuía notablemente, sobre todo en el Japón (y en el Brasil en menor medida), a favor del hospital. Una cosa es lo que los entrevistados consideraban muerte de calidad y otra la que podían prever para sí mismos o la que habían observado en familiares muertos recientemente.

Los cuidados a los moribundos son otro campo a añadir. Se trata del mayor o menor grado de encarnizamiento terapéutico (la llamada «distanasia»): la aplicación de medios para mantener en vida a quien se sabe que ya no tiene esperanza alguna de seguir en este mundo. Con «testamentos vitales» o sin ellos, entiendo los dilemas que tienen que afrontar familiares y, por encima de ellos, los médicos. Pero no quita para reconocer la mala calidad de algunas muertes que habían sido inevitables y que, simplemente, se habían retrasado no se sabe bien por qué.

La tentación de separar, en el caso de la «distanasia», los sistemas sanitarios públicos por un lado y los privados por otro, es difícil de evitar, como también resulta complicado superar las ideologías que atribuyen calidad en uno y otro sistema. La revista que cito no proporciona datos en esa línea, aunque me encantaría conocerlos, sobre todo para saber si mi opinión al respecto está fundada o es fruto de otro tipo de consideraciones. Lo que sí proporciona la revista es el gasto en salud en diversos países, separando el que es sufragado por el Estado, el que sale del bolsillo del enfermo o familia, el que viene de un seguro privado y el que tiene que ver con la ayuda al desarrollo. Cuba, la India, los Estados Unidos y Ruanda serían, respectivamente, cuatro ejemplos extremos. Lástima que no vinieran datos de España.

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