Existe últimamente una tendencia a teorizarlo todo. Aparte del habitual comentario político, en la prensa diaria crece el número de artículos que aplican teorías sociológicas y psicoanalíticas para iluminar acontecimientos recientes. Elecciones generales, referéndums, terrorismo, educación o internet: cualquier noticia encuentra en los periódicos una explicación lógica y se la sitúa en un marco preciso, que a su vez forma parte de un fenómeno mayor que, elevándonos sobre el tablero de juego, se corresponde con una corriente global. Del análisis específico se ha pasado a la síntesis fenomenológica sin darnos cuenta de que, al abrir demasiado el encuadre, quedan espacios desenfocados.

A cada generación le gusta incorporar sus voces propias al diccionario con la convicción de que las nuevas palabras designan realidades distintas a las vividas por sus predecesores. Basta añadirles las raíces post-, trans- o neo-. Lo moderno avanza que es una barbaridad, y recién horneados sus términos, nos obsesionamos con teorizar estos nuevos comportamientos que la humanidad afronta, como poco, cada semana. Nos hemos acostumbrado a dar a todas las cosas una explicación no sólo racional, sino también inmediata, despojándolas de cualquier otro cuestionamiento. Goya, cuando aludía en su grabado al «sueño de la razón», quizás erraba: es precisamente la razón la que «produce monstruos». Nuestro cerebro es fácil de engañar. La neurología postula que una vez evaluado un aspecto de la existencia, aun de manera superficial, nos formamos una opinión que queda labrada en mármol. Por otro lado, a largo plazo nuestra imaginación intoxica nuestros propios recuerdos, por eso la memoria compartida entre quienes experimentaron las mismas vivencias no coincide nunca. Ítem más: el ojo humano, ante cualquier incoherencia en su campo de visión, se inventa la realidad. Y es que funcionamos a base de patrones, etiquetas, frases hechas, prejuicios. De ahí las ilusiones, no sólo ópticas. Somos presa fácil de los prestidigitadores. Y no todos están en circos y teatros.

Somos, además, animales narrativos. Construimos relatos de nosotros mismos y de quienes nos rodean. A cualquier hecho, a todas luces trivial, le buscamos acomodo en la narración que sostiene nuestro entorno.

En ese universo particular, siempre a punto de derrumbarse, cada episodio necesita una causa y un efecto, como en la ficción. Nada es arbitrario. Todo tiene un propósito en esa historia que nos contamos al oído. De lo contrario evidenciaría la inanidad de nuestro paso por este mundo. La sensación de orden calma el desasosiego existencial. Por eso el concepto de destino es inherente a nuestra naturaleza.

Con el cambio de paradigma narrativo de este siglo, esta vieja inclinación autoficticia se ha agravado. Tanto la literatura como la televisión y el cine han derivado hacia la serialización, es decir, la ficción por entregas. Nada que no existiera ya: la literatura popular nació en el siglo XIX en las páginas de los periódicos, con países enteros pendientes del capítulo semanal del folletín de moda. Hoy en día, la mayoría de las ofertas de ocio audiovisual y literario se nos sirven en tragos entrecortados, en sagas literarias, en temporadas televisivas, en episodios cinematográficos. Casi no puede encontrarse una película ni un libro ni una serie que no remita a otra serie, a otro libro, a otra película o a todos esos formatos al mismo tiempo. En una época de ocio exacerbado retransmitido en directo, es normal que una ficción serializada que tarda años en concluirse provoque en su público interminables elucubraciones sobre su desarrollo y su culminación. Y si devorar y analizar estas ficciones ocupa gran parte de nuestro tiempo libre, no es de extrañar que desarrollemos una tendencia a la teorización no sólo de lo que consumimos en la televisión, en el cine o en los libros, sino también de la realidad.

Esta forma de pensar entraña sus peligros. El motor de las cosas no es la causalidad -como en la ficción-, sino la convergencia, en el mejor de los casos. No obstante, en el mundo de hoy parece que nada pueda suceder por puro azar. Todo debe responder a cauces subterráneos que el periodista zahorí desvela en su artículo de opinión. Encontrar una teoría nos baña entonces con su manantial tranquilizador. Sólo hay que acertar dónde perforar para que mane una respuesta. Otro tema es que sea potable.