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José María Asencio

Imputaciones policiales e inseguridad

Esta semana hemos pasado en España un poco más la raya que separa la ley de la estupidez y la justicia de la venganza. Líneas tenues situadas entre estas referencias que se traspasan sin pudor por quienes practican un autoritarismo silente, pero expreso. Ya no solo se exigen responsabilidades a los imputados o investigados por el mero hecho de serlo, aunque se atribuya esta condición en un momento incipiente y se procure solo salvaguardar la defensa. Hoy no solo se condena irremisiblemente y sin garantías a aquel frente al que alguien, con más o menos buena voluntad y base decide denunciar. No. En este país enloquecido, inquisidor por naturaleza o historia, cruel y capaz de ser ingenioso y creativo o simplemente miserable, no es necesario ya que un Juez impute para que se exijan responsabilidades y la muerte civil; basta con que lo diga un agente de la policía o guardia civil, aunque los tribunales rechacen esa petición de manera fundada y aunque los informantes, los miembros de los cuerpos de seguridad, carezcan de legitimación legal para confeccionar unos informes que la ley no califica como tales, sino de simples atestados y cuyo contenido, cuando viene constituido por afirmaciones o elaboraciones presuntamente intelectuales, carecen absolutamente de valor probatorio. Las elaboraciones policiales son meras denuncias a efectos legales, es decir, objeto de prueba, no prueba; deben ser probadas para producir algún efecto en el ámbito de la legalidad procesal. Nada acreditan, pues deben ser acreditadas. Toda atribución de valor probatorio es no solo ilícita, sino sumamente peligrosa en el marco de nuestro sistema, garantista con los derechos humanos.

Que nadie ponga remedio a esta conducta y que dirigentes políticos licenciados en derecho den pábulo a comportamientos escasamente respetuosos con la ley y susceptibles de alterar profundamente el sistema procesal español, es preocupante y muestra un alto nivel de degeneración política y social. Degeneración es la palabra y preocupación por un futuro oscuro.

Hace años se entendió como una conquista del Estado democrático que los atestados policiales no tuvieran valor probatorio, pues durante todo el régimen franquista las condenas se producían sobre la base exclusiva de las afirmaciones policiales que eran consideradas como prueba apta para fundamentar una condena. La democracia acabó con aquella práctica. Ahora, sin embargo, de un lado y de otro, los antifranquistas sobrevenidos a los que alude Joaquín Leguina y los centristas que han encontrado un filón en este asunto, reclaman con delectación el regreso a aquellos tiempos, que los atestados sean prueba directa de los hechos, que las sospechas policiales sirvan para alterar la vida democrática y que, incluso, los jueces que no las sigan sean sometidos a escarnio público. ¡Ay de aquel, como el nuevo fiscal anticorrupción, que ose afirmar que quiere acabar con esto, que no puede haber procesos sin base indiciaria objetiva! Ese es atacado por los nuevos inquisidores que cada día profesan un antifranquismo que, sin embargo, imitan con un alto nivel de aprovechamiento.

La policía, conforme a nuestro ordenamiento jurídico, debe aportar elementos objetivos y materiales, no sus opiniones, sobre todo porque muchos de los agentes que conforman las unidades especializadas carecen de dicha especialización. La ley no la exige, sencillamente porque tampoco prevé que hayan de elaborar los informes técnicos que se han arrogado, para los que carecen simplemente de aptitud. Solo tienen valor probatorio los instrumentos objetivos y materiales y las pruebas periciales que elaboran los laboratorios forenses. Lo demás carece de entidad para apreciar incluso una atribución indiciaria. Eso es lo que la policía debe buscar y aportar, dejando a los jueces la valoración, no asumiendo lo que no les compete y sustituyendo la falta de datos objetivos con apreciaciones subjetivas.

Esa falta de elementos constatables da lugar a procesos interminables que suelen concluir con un archivo o absolución. La sospecha no puede ser la base de un proceso penal si no se fundamenta en hechos y las creencias no pueden sustituir a los hechos. Esa es la base del sistema que nos rige aunque algunos prefieran la Santa Inquisición.

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