No se lo ponen nada fácil los partidos políticos al electorado. Tras cada elección se miden los votos, se asignan diputados y se elige gobierno. Tras cada elección o, a veces, cada dos. Pero si, además del recuento, se midiera el grado de satisfacción en el voto depositado, el resultado sería estremecedor. ¿Quién no ha escuchado con frecuencia, eso de «voto al PP pero tapándome la nariz», por el hartazgo de los casos de corrupción? O «voto al PSOE pero forzado, solo para parar a Podemos». O «me costará mucho votarte aunque al final lo haré», como le espetó en público Cayo Lara a Alberto Garzón por aliarse con Podemos y perder la marca.

Pero no solo populares, socialistas e Izquierda Unida tienen electores molestos. En los últimos meses, las encuestas advierten que hay una parte de Podemos que seguramente seguirá votando a Pablo Iglesias, pero a desgana. Denuncian algunos entusiastas de primera hora que los intelectuales se marchan de Podemos; o referentes como el fiscal Jiménez Villarejo, que llegó a ser eurodiputado, se dio de baja decepcionado por el boicot de Iglesias a un gobierno de Pedro Sánchez; a otros les duele que se margine a líderes inteligentes como Iñigo Errejón; cansa el circo permanente de autobuses sorpresa; y como remate, la moción de censura sin hablar con nadie, solo para debilitar al PSOE, como han denunciado los tres candidatos a la secretaria general; o para «deslegitimar la democracia», como advierte el catedrático de Constitucional, Javier García Fernández; o «para satisfacer el ego de Pablo Iglesias», como han escrito y declarado varios. El descontento cala aunque los votos se mantengan, pero sin crecer, lo que debe resultar frustrante. Están ahí casi de plantilla, una parte indeterminada de ellos tan molesta como pueda estarlo el electorado del PP, del PSOE o de lo que era Izquierda Unida antes de su «dilución», en expresión de Gaspar Llamazares.

En esas circunstancias, cabría pensar que solo Ciudadanos puede exhibir votantes satisfechos. Pero aunque suba en las encuestas, y por más que el fenómeno Macron en Francia propulse algo a Albert Rivera, no se entiende por qué ese empeño en declararse liberal sin que nadie se lo exija, lo que ha motivado bajas de militantes que creyeron que Ciudadanos también tenía un alma socialdemócrata. Esa insistencia en lo liberal puede convertirse en una dificultad añadida para que antiguos votantes socialistas pudieran hallar refugio electoral en las candidaturas naranja. Preguntado Rivera por esa cuestión, no da una respuesta convincente. Pero ahí está, aunque avanzando en la intención de voto, sin arrasar.

Todo dependerá de la consolidación del nuevo líder en el PSOE y de su capacidad como partido para cicatrizar las profundas heridas que ha dejado esta campaña electoral interna. Muchos de los que vieron el debate de los tres candidatos, a excepción de los militantes «hooligans» de cada uno de ellos, tuvieron la sensación de que ninguna propuesta entusiasmaba porque allí se habló solo del partido y de resentimientos y en ningún momento de España, por más que dijera repetidamente Patxi López que había que hablar de futuro. Pero el futuro ni se dibujó.

Quede como quede, la incógnita del secretario general del PSOE se despejará y habrá que culminar la catarata de congresos, el nacional, los autonómicos y los locales. Solo a principio de curso tendremos datos certeros de lo que puede ser el PSOE y del camino que toma, si el de la irrelevancia como el modelo francés, o cualquier otro capaz de convertirse en alternativa de poder real para recuperar el Gobierno. Esa ha sido la baza de Susana Díaz que ofreció el único compromiso claro en el debate: se irá si consigue menos de lo que sacó Sánchez. Es poco compromiso, pero es algo. En cualquier caso, desde esa menguada alforja de diputados, la alternativa de poder, salvo cataclismos ajenos, no se divisa en el horizonte. Nos tememos que quedan algunas elecciones aún hasta que en este país por fin se pueda votar algo a gusto.