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Pedagogía

Ellos lo intentan. Se esfuerzan por educarnos, por abrirnos los ojos para que dejemos de estar completamente equivocadas. Tienen madre, esposa, hermanas e hijas, así que saben de lo que hablan. Pero no hay manera, las mujeres somos tozudas como mulas y no dejamos que los señores sabios y magnificentes nos iluminen con sus enseñanzas. Y mira que tenemos ocasiones para hacerles caso, ¿eh? Porque otra cosa no, pero persistentes son. Una misteriosa pulsión divina les obliga a compartir recomendaciones y opiniones no solicitadas sobre cualquier tema del que una fémina haya hablado. Tienen que hacer pedagogía, es su deber.

Ojalá en algún momento nos demos cuenta de lo afortunadas que somos por contar con tan excelsos guías. Porque, a ver, listas, que sois todas unas listas, ¿cómo podríais saber lo que os afecta en vuestra existencia si no tuvierais a un señor que os lo indicara? ¿De qué forma seríais capaces de apreciar qué reivindicación vale la pena y cuál es una pataleta infantil? ¿Acaso hay alguien que conozca mejor que un hombre los problemas a los que se enfrenta una mujer por el simple hecho de ser mujer? Señores que no fingen hablar por teléfono cuando caminan solos de noche ni son menospreciados sistemáticamente en su trabajo nos aleccionan sobre cómo debemos gestionar nuestra existencia. Menos mal que les tenemos a ellos para nos enseñen a vivir.

Pero no hay manera, no somos capaces de aceptar todas esas verdades como puños que los señores tratan de inculcarnos. Ahí estamos, una panda de histéricas atrapadas en la caverna de Platón del feminismo. Ellos intentando sacarnos al exterior y nosotras haciéndonos las dignas y perdiendo el tiempo con tonterías. Menudos ratos más malos les hacemos pasar con nuestro mal carácter y nuestra clásica irracionalidad femenina. En vez de dar las gracias y prepararles un bizcocho (o coserles los bajos de los pantalones, no sé, cosas de mujeres) nos enfadamos y montamos un circo de quejas y lloriqueos.

Y no solamente no obedecemos sus instrucciones, sino que además, tampoco les reímos las gracietas. Una gran tragedia, pues esa falta de sentido del humor les oprime. Porque, en nuestra habitual línea de estupidez, hemos entendido mal la libertad de expresión: no es simplemente que ellos tengan derecho a hacer bromas sobre cualquier tema (por mí, hasta aquí, todo bien), sino que el resto de seres humanos que pueblan el planeta Tierra tienen la obligación de reírse con ellas. Si no te arrastras por el suelo en una orgía de carcajadas espasmódicas es que eres un esbirro de lo políticamente correcto.

Menos mal que entre las múltiples virtudes de estos ilustrados se encuentra la paciencia. Por eso no dudan en explicarnos una y mil veces todo lo que estamos haciendo mal y qué camino sería el correcto para canalizar nuestras quejas. Flaco favor nos hacemos a nosotras mismas al desdeñar sus consejos. No merecemos el esfuerzo y la dedicación de esos prohombres que velan por nosotras día y noche. Por suerte, sabemos que no van a tirar la toalla. Seguirán intentando adiestrarnos hasta su último aliento.

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