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Francisco Esquivel

Sin licencia para matar

Viví prácticamente en directo desde el aipad las cabriolas de un coche estampándose contra los viandantes en Times Square y, hasta que se supo de qué iba la historia, rememoré la visita en el verano del 89 a Manhattan, ese espacio que le es familiar a millones de personas antes de estrenar su asfalto.

Tratándose de un viaje al lugar en blanco y negro almacenado en la cabeza desde tiempo inmemorial, fue preparado con mimo. En la previa me zampé a Tom Wolf con La hoguera de las vanidades -nada que ver con el horror posterior de peli-, por lo que llegaba a la cama como una moto y costaba Dios y ayuda conciliar el sueño. Para colmo, en el avión pasaron Arde Mississippi donde el Ku Klux Klan se daba el lote en un pequeño pueblo sureño. La suerte estaba echada. Y, efectivamente, una vez en la lúgubre habitación del hotel cercano adonde el conductor sembró el pánico hace nada, no quise perderme el célebre informativo vespertino de la cebeese, que abrió con cinco asesinatos en el metro, uno de ellos en la mismísima estación de Times Square. A este paso cabían dudas de si zambullirse por Central Park se convertiría en el último de los paseos. Pero no. El único trance agobiante fue que, tras salir disparado de las Torres Gemelas por una de esas necesidades que se presentan en el momento menos indicado, el metro en dirección contraria alcanzó una especie de poblado chicano donde, al divisar tanta palidez, salieron en auxilio unos cuantos polis gracias al despliegue por la ristra de asesinatos.

Trastorna que al conductor desequilibrado se le describa a sus 26 años como un veterano de la Marina que, según él, esperaba morir llevándose a cuantos pudiera por delante. Entre lo inoculado por estos veteranos y lo que la tecnología permite preparar a distancia, vamos listos. Ya no se necesita licencia para matar. Con Trump soltándole los secretos al enemigo, no es extraño que Netflix apueste por el documental y que uno se empotre en el salón de casa por lo que pueda ocurrir.

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