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De la conveniencia de leer

El otro día, pasando por La Glorieta, en un banco estaba una chica leyendo. Casi una niña. Leía sobre un tocho considerable. Pasé cerca de ella para fisgonear a cerca del título del volumen pero no alcancé a leerlo. Cada vez que veo a una criaturita leyendo albergo esperanzas de que el mundo deje de ser víctima de engañabobos, rehén de sacamantecas, esclavo de imbéciles y sostén de manipuladores, embusteros y embaucadores.

Hay que leer. Hay que leer libros y cosas. Tener siempre la mirada limpia y atenta. Hay que leer sobre las montañas y los riscos, sobre la corteza de los árboles, sobre el horizonte, sobre las sabias arrugas de una piel y sobre los ojos atónitos de un niño.

Hay que leer en la trastienda de la memoria, en los campos de concentración del domingo, en un papel que vuela con el histerismo del viento. Hay que leer la realidad e interpretarla, leer el olor de la lluvia, leer un cuadro o una sinfonía, hay que leer sobre las catacumbas del tiempo.

Hay que leer sobre la niebla de los almendros, sobre el grito seco de los cardos, sobre el estaño de los estanques, sobre el brote de hierba que se abre paso entre el cemento. Sobre la ciudad dormida, sobre la sombra azul del gas-oil, sobre la sórdida luna de las gasolineras, sobre la piel impermeable de la noche. La realidad es el espejo donde nos miramos/morimos y nos devuelve un yo único, personal e intransferible. Somos el tamiz de lo que nos rodea, de lo que vemos.

Hay que leer a los escritores locos, a los que la piedra de la locura no les candó la garganta. A Hölderlin y a Panero, a Poe, a Sade, a Pavese, a Ciorán.

Hay que leer a los proféticos que nos advirtieron de lo que estaba por venir. Orwell, Huxley, Ray Bradbury. Recuerden a este último y su «Fahrenheit 451». Los libros estaban prohibidos y se quemaban bibliotecas por orden gubernamental. ¿Les suena? De momento ya han matado a Platón y a Aristóteles, están matando el pensamiento. Hay que leer a filósofos. A Nietzsche, Kant, Russell, Sohopenhauer, Ortega que nos enseñan qué somos y por qué somos. A los poetas, que diseccionan lo real con el escalpelo del alma. A Lorca, Aleixandre, Lope, Vallejo, Darío, Machado. Hijos todos del estremecimiento.

Hay que leer para que no nos amedranten, para que no nos hagan comulgar con ruedas de molino, para ser capaces de radiografiar la farsa. Hay que leer aunque el conocimiento duela que, como dijo el rey Salomón, «quien mucho conoce, mucho acrecienta su aflicción». Para que no nos la cuelen, para mantener el espíritu revolucionario con argumentos, que la palabra y la razón son armas. Incruentas, pero armas. Para no hacer caso a los cantos de sirena, no vestir como nos dictan, no comer lo que nos ordenan, no pensar como nos fuerzan a pensar. Hay que leer para saber agarrar por las orejas a la liebre de la verdad en cuanto salta. Para que no nos deslumbren los espejismos, para que no nos pisen. Para que nos demos cuenta, entre otras cosas, de que el juego de la política, de que el «zoon politikon» aristotélico es una entelequia. Para que no tomemos como normal esa democrática juerga dialéctica que precede a las «primarias», pongo por caso. Esa riña de gatos en la que tres candidatos luchan a garrotazos por hacerse con los cuatro pezones de la ubre de la vaca. No, no luchan porque cada uno de los candidatos tenga la fórmula para sacarnos de esta miseria. No luchan y pelean por nosotros, por el pueblo que debiera ser su prioridad. Se desgañitan por sí mismos, por poder, por vanidad, por megalomanía y por su puta dolce vita.

Todo empieza en una mañana tranquila, soleada, en un parque en que una niña lee sobre un libro lo que puede ser el principio de nuestro futuro, el final de una mentira mil veces acuñada.

Ite missa est.

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