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Desde mi terraza

¡A ver si nos vemos!

Esta es una frase que detesto; cada vez que me llama por teléfono alguien a quien estimo y de quien estoy desconectado desde cierto tiempo atrás, tras el saludo de sorpresa y alegría de inmediato ordeno: «Te prohíbo que al final de la conversación me digas "A ver si nos vemos"». Y es que con frecuencia olvidamos aquella samba de mi esperansa: «El tiempo que va pasando..., el tiempo nos va matando». El otro día cumplió cincuenta años el hijo de unos buenos amigos; y al invitarme a la celebración (a la que no pude asistir y que por lo visto fue sonada), no pude sino reflexionar sobre cómo el paso del tiempo fue modificando nuestra relación. Fue a raíz de cuando él cumpliera los treinta cuando realmente se estableció una verdadera relación «de tú a tú»; yo entonces andaba por los cincuenta, y fue entonces cuando la diferencia de edad pasó a un segundo plano, dejando de ser un medio sobrino para convertirse en un amigo, naciendo una espontánea y auténtica confianza que era distinta a la mantenida con sus padres, a pesar de ser éstos modernos y aggiornatos. Y es que los padres, por mucho que algunos se empeñen en lo contrario, son siempre padres y no amigos. Desde el principio me propuse no perder su confianza, dejando bien claro que nunca le traicionaría haciendo partícipes a sus progenitores de sus intimidades, con la única excepción de que su integridad física estuviera amenazada, momento en el que sus padres debían ser informados. Promesa que he mantenido hasta la fecha, y que ha permitido que siempre se sienta cómodo conmigo delante de un whisky (¡él!) y un té con limón (servidor, ¡Ay!), sin que el vernos una vez al año (si llega) suponga una desconexión emocional. Y es esa «ausencia de frecuencia» la actitud que, por lo general, mantenemos con muchos de los llamados verdaderos amigos; craso error, porque el día a día, las pequeñas cosas del devenir cotidiano, el advertir los estados de ánimo uno del otro, es lo que mantiene viva una amistad auténtica. El trabajo y la pareja (quien la tiene), dificultan ese estar al día y, aunque es cierto que una amistad se mantiene a lo largo del tiempo si es auténtica y verdadera, la verdad es que no es lo mismo. Un contacto esporádico por lo general te enfrenta solo a lo bueno de una relación, pero el contacto frecuente la hace más auténtica porque el afecto y el cariño te obliga a aceptar (y comprender) imperfecciones. Lo que me hace concluir con que el contacto diario o frecuente enriquece y consolida una amistad. Es cuando el tiempo va pasando y te das cuenta de que ya no existen barreras por la diferencia de edad, cuando se me presenta en toda su verdad aquella frase de un poema de Mario de Andrade: «Tenemos dos vidas; y la segunda empieza cuando te das cuenta de que solo te queda una». El día a día nos sumerge en una vorágine de acontecimientos a los que hacer frente, nos preocupa la situación política que hoy está más crispada que nunca, somos solidarios (al menos por definición) con los que sufren la injusticia, con las víctimas de las guerras, con nuestros compatriotas que emigran buscando el medio de subsistencia que aquí se les niega; nos rebelamos contra las actuaciones políticas que dificultan el bienestar general, protestamos, nos manifestamos?para terminar concluyendo con lo de «mañana será otro día». Esa es la vida que practicamos; y quien tiene la suerte de conjugar todas las contradicciones con aficiones que suponen un bálsamo espiritual, es un afortunado mortal capaz de enfrentarse a la adversidad, y de valorar los beneficios que las relaciones humanas comportan. Borremos el «¡A ver si nos vemos!» y no permitamos que el paso del tiempo vaya deteriorando lo que ha supuesto un invisible esfuerzo diario.

La Perla. «Si tras el paso del tiempo, el pasado es presente, quizás sea mejor llamarlo destino...» (Popular)

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