Estamos viviendo unos momentos en que todo vale, desde el insulto, la difamación, el cotilleo vil, la denigración, hasta otras muchas actitudes que, al amparo de una mal entendida libertad de expresión, te dejan el cuerpo como hoja de perejil incapaz de intoxicar a un individuo de la familia de la Psittacoidea, o lo que podría equivaler a un loro. Siempre he oído decir que, si le dabas de comer a una de estas aves dicha planta herbácea, se moría, a pesar de que nos recuerde el título de un famoso tango compuesto por E. Manfredi en la década de los diez del pasado siglo. Y como todo vale, algunos de los que deberían dar ejemplo con su comportamiento, no tienen empacho de saltarse todas las normas, y hablando más que un loro se merecerían que se les diera unas ramitas de perejil, no para que fenezcan, sino para que, por lo menos, no retengan líquidos y depuren los riñones. Pero, al margen de todo lo anterior, antes todo valía, si no que nos lo digan a los que peinamos canas, cuando a las chaquetas se les daba la vuelta a las solapas, o heredabas el traje de rayas muy pasado de moda de un tío tuyo, o te ilusionaban con una rebanada de pan con aceite y pimentón, haciéndote la ilusión de que era sobrasada, o se recurría a zurcir los calcetines o las medias. Incluso, con la llegada de mister Marsall a los sones de la canción «Americanos», nos valía dentro de su proyecto económico para la reconstrucción de Europa, la leche en polvo y el queso de color naranja que se recibía enlatado.

Y, todo vale, hasta el punto que lo que hoy se ha dado en llamar como reciclaje o más bien reutilización también, en épocas pasadas se daba con sillares o elementos arquitectónicos. Más de una piedra de nuestro vetusto castillo sirvió para levantar nuevos edificios, y algunas vigas del maderamen de viejas casonas se volvieron a emplear para las cubiertas o forjados de otras. Pues, todo vale. Todo ello, viene a cuento con una colección de columnas de mármol que formaron parte de un primitivo claustro del Colegio Santo Domingo, y sobre las que, en su momento, nos puso en antecedente Javier Sánchez Portas. Estas columnas, con sus capiteles y basas, habían sido talladas en parte, y otras solo desbastadas en mármol de Macael, a mitad del siglo XVI por el maestro Juan de Sansín. Estuvieron cumpliendo su misión como claustro, hasta que al amenazar a ruina se decidió por la comunidad dominica tomar medidas al respecto. Pasando, las citadas piezas arquitectónicas a mejor vida, cuando en 1727, después de haberse construido la fachada de la Universidad, se decide reestructurar el claustro que lleva ese nombre. Y nunca mejor dicho, las citadas piezas pasaron a mejor vida, ya que fueron soterradas, quedando a la espera de hacer gala de aquello que «todo vale». Así, cuando se demandaba alguna de ellas para ser reutilizada, se desenterraban, se vendían, se regalaban o servían para completar alguna transacción. Tal como acaeció con la que existe en la iglesia parroquial de San José de Abanilla, que a cambio de la piedra para la construcción del nuevo claustro de la Universidad que procedía de las canteras de aquella población se entregó una limosna y una de esa columnas que fue utilizada para soportar el coro de dicha iglesia, y que debido a que su altura no era suficiente la apoyaron en una extraña basa. Columnas que fueron desenterradas como cuando se decidió la ciudad construir el humilladero de San Antón se entregaron por parte del convento de predicadores, «que es el sitio donde se encuentran estas bajo tierra». Otras cinco columnas, años después otras cinco se instalaron en la Plaza de la Anunciación al ser remodelada, siendo retiradas en los primeros años de este siglo, pasando a ser depositadas a los almacenes municipales. Pero, de todo ello, ya hablaremos en otra ocasión. De momento, quedémonos con que todo vale, menos «los malos modos y las malas formas», como decía Juanita, mi tía política.