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Dioses y monstruos

Ridley Scott refunda "Alien" volviendo a sus orígenes con un guión impecable y una realización implacable

Ridley Scott, 79 años le contemplan sin que levante el pie del acelerador de partículas cinematográficas, refunda con Alien: Covenant su saga alienígena fundiendo en un caldero los materiales más reconocibles pero sin renunciar tampoco a la vía más solemne de las reflexiones sobre la misión divina, la orfandad humana y demás fanfarria filosófica que hacía de Prometheus una experiencia tan fascinante a veces como irritante otras.

El propio cineasta admite que ha tenido en cuenta las opiniones de los alienfans a la hora de atacar esta secuela de la precuela. El descontento por el ninguneo a los xenomorfos es la causa mayor por la que Scott (bien respaldado por dos guionistas eficaces como John Logan y Dante Harper, y con las espaldas cubiertas por el gran director de fotografía Dariusz Wolski) haya decidido regresar a un territorio que había dado por abandonado sin intentar romper moldes.

Perfeccionándolos.

Al principio, despista. Ese prólogo entre el dios humano y su criatura sintética en una habitación blanquísima con piano y vistas a un paisaje idílico recuerda (inevitablemente) a Kubrick. El diálogo es punzante sin caer en la pedantería. Un té sin plastas. Y saltamos entonces al espacio para enlazar con la idea de "Passengers": tripulantes dormidos, accidente y... dramático despertar. Si el primer Alien se arrimaba pronto al terror sin dar la espalda a las humoradas ocasionales, aquí hay una irrupción del dolor más depredador (hay relaciones sentimentales entre algunos tripulantes que añaden un punto de dramatismo especial) que poco a poco va contagiando a las imágenes de un sombrío y creciente fatalismo, emparentado de alguna manera con el final de trágicos neones de Blade runner. Sí, aquí también hay una rebelión contra el creador, aunque en esta ocasión no haya un escuadrón suicida de seguidores extravagantes.

Hasta su aparición, Scott nos obsequia con una hora de cine magnífico, intrigante, vigoroso, demoledor. Sin trampa ni complicación. Directo a los sentidos. El paso de la convivencia en la nave al terror en el exterior del planeta al que llegan sin saber qué error (¡qué horror!) están cometiendo lleva la película a los mismísimos lindes de Predator (viejo conocido de Alien). Los humanos van cayendo en las garras de sus enemigos babosos mientras vuelven los ecos de Prometheus en la turbia relación entre los dos "hermanos" que Michael Fassbender encarna con inquietante convicción.

Sin abusar de los efectos especiales salvo en una escena un tanto gratuita que remite al destino final del Pompeya o a las plagas de Egipto, Scott resuelve la parte más filosófica de su historia sin demorarse demasiado y rápidamente se vuelca en destapar las esencias del primer Alien con una sucesión de momentos en los que la tensión se apodera de la pantalla con razonables dosis de brutalidad (hablar de gore es una exageración absoluta), instantes de emotividad nada pringosa y un vaivén final que copia sin remordimientos ideas del original, esta vez sin Sigourney Weaver pero bien sustituida por Katherine Waterston. Y es ahí donde se pueden lanzar un par de objeciones a una obra en su mayor parte admirable: una descuidada y cutre escena de sexo y sangre que no pega ni con cola y el recurso demasiado obvio a una sorpresa final que cualquier espectador con dos dedos de frente y algo de memoria cinematográfica ve venir desde muy lejos.

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