Quizá porque su «palabra se ha hecho ya tiempo», decía Ángel, releo esta mañana Servicio de escritura, su último libro poético publicado en Sevilla en 2016. Sigue siendo una despedida de quien no quiso que nos despidiéramos, de quien sabía que estaba llegando la muerte.

Ángel Herrero ha muerto hoy y ya era inevitable. En la memoria, más de treinta años de relación en tiempos intensos. En la evocación de ahora mismo, sus aportes universitarios: catedrático de la Universidad de Alicante, director varios años de la Facultad de Educación, director del Departamento de Filología española, creador del portal de la Biblioteca Virtual Cervantes sobre lengua de signos, organizador de congresos y seminarios sobre este argumento, autor de varios libros de lingüística, poeta?He repasado hoy su último libro y montaje visual de 2015, Ver la poesía, en donde había volcado un proyecto realizado durante años, de tal envergadura que significaba que pudiesen sentir poemas quienes no podían oírlos, la comunidad sorda a la que dedicó durante tiempo sus esfuerzos teóricos y personales. Recuerdo que por el 2000 creó en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes un portal teórico y práctico sobre lengua de signos y obtuvo de aquella experiencia varios reconocimientos nacionales e internacionales. Aprendimos que se podía entender también sígnicamente a Antonio Machado, Pablo Neruda, Mario Benedetti, o a un Raúl Zurita que un día se emocionó con fragmentos visuales y gestuales de su poesía y que hoy, desde Santiago de Chile, manifiesta su dolor por el fallecimiento de su amigo.

En el 2013, un libro poético suyo me interesó particularmente y además me emocionó, Una voz como Lázaro. Recuerdo que en 2005, su primer libro de poesía, Adamor, fue un aldabonazo que ya desde el título era un homenaje a San Juan de la Cruz, cuya poética ha sido una de sus obsesiones, demostrada en línea teórica por un Escóndete, Adonis: textos para una poética en San Juan de la Cruz, publicado en 1998. Adamor desplazaba el cántico espiritual a un aventurado, transitado y posible amor terrestre.

Una voz como Lázaro anunciaba una experiencia que tiene que ver con una forma de resurrección y también con la voz que puede guiarnos, hacernos despertar como al genio becqueriano que duerme en el fondo del alma. Un sentido de resurrección, de la vida y una reflexión sobre el lenguaje, el tiempo, el extrañamiento, el pasado y el futuro.

Eran referencias precisas a una experiencia reciente vivida a partir de 2010, la enfermedad, en la que el tiempo seguía al poeta como un fantasma, y dialogaba con él, entre desposesiones y una interminable nada (que quizá, nos decía, iba a ser la última sílaba que escribiría), junto a un posible renacimiento.

Resurgía siempre el amor en medio de un tiempo difícil, entre el recuerdo literario, a través por ejemplo de un «¿Dónde está Ángel Herrero?» en el que el homenaje explícito al poema de Blas de Otero discurría entre Juan de Yepes, Antonio Machado, un viaje y hasta el juego de mus, para llevarnos a todos los sueños, al de «los rostros que más quiero», y a un arco iris cromático como los sucesivos colores de un espacio onírico en el que es imprescindible un sonido también: el de un enjambre o, en otro poema, el de la voz de ella que le dirá adiós como solo ella sabe.

El adiós ha transitado al final por un proceso de dolor. Nos queda la memoria de su honestidad intelectual y personal, y nos deja muchos recuerdos, junto al sonido de su voz que era inolvidable, que va a seguir siendo desde ahora inolvidable.