Parece que una de las características de nuestra época consiste en ofrecer respuestas simples a cuestiones complejas. Quien más, quien menos, acude a la plaza pública con un recetario bajo el brazo. Algunos lo hacen, incluso, en los Parlamentos. En épocas de turbación lo mejor es recurrir al voluntarismo y explicar que lo que va mal se debe, esencialmente, a la falta de voluntad de los demás para resolver cuestiones de facilidad apabullante. El asunto, no por menos comentado, sigue siendo grave porque genera expectativas que no se cumplirán y porque acerca los horizontes y estrecha los caminos, hasta el punto de que el pensamiento estratégico huye despavorido: los cursos sobre cómo hablar en público sustituyen a los cursos sobre qué decir cuándo se habla o escribe. Ante esta moda tengamos paciencia: ese es mi sencillo mensaje.

Pero la omnipresencia del fenómeno que apunto puede hacernos olvidar otro: ante preguntas sencillas se buscan respuestas de tal complejidad que vuelven oscuro lo claro e incierto lo que debería ser rotundo. Parece una contradicción respecto a lo anterior: en realidad es la otra cara, necesaria, de una política desembocada en teologías fragmentarías, plenas de palabrería que confían en su éxito en la misma medida en que se difuminan y diluyen la realidad. En la política hay un componente de «dotación de sentido» a la vida militante que corre peligro cuando los argumentos son demasiado claros o demasiado complicados: los líderes avisados juegan el vaivén de los extremos para mantener fascinadas a sus clientelas. El equilibrio entre la audacia y la prudencia, como máximas virtudes políticas, no interesa: lo esencial es reconvertir en fe la convicción. Y la fe, ya se sabe, proporciona tantas promesas como capaz es de gestar Misterios.

Están apareciendo muy buenas obras de pensamiento. No estoy seguro de que sean muy leídas por quienes deberían hacerlo, pero lo cierto es que hay un interesante fermento que, espero, en su debido momento eclosionará. Son obras escritas con los sustantivos apropiados y los tiempos y modos verbales correspondientes. Ya sé que ahora se imponen los adjetivos y el imperativo, pero ahí están. Y, sin embargo, antes de recomendar algunos de estos libros me atrevo a pedir encarecidamente a cultores de nuevas y viejas políticas ?el PP no cuenta: le basta con el Código Penal? y comunicólogos de todo tipo, que, por favor, lean, o relean, libros de historia de Europa en el periodo de entreguerras. No digo que la Historia se repita, que no lo hace, pero sí digo que hay algunas reiteraciones que deberían inquietarnos o, al menos, deberían ayudarnos a reflexionar. Trump, Le Pen y gentucilla así tienen antecedentes. Pero sobre todo los tienen porque no faltaron socialdemócratas ensimismados en sus líos de familia, muy atentos a despreciar la presunta inutilidad de otras izquierdas. Y tampoco faltaron inútiles a la izquierda de los socialdemócratas para los que Hitler o los conservadores eran lo mismo, o casi.

La socialdemocracia se ha suicidado en Francia. Lo había hecho otras veces, que aquí todos somos francófilos, pero lo de conocerla entre Napoleón y Zidane tampoco es que se prodigue en demasía. Lo importante es saber por qué se ha empeñado en hacerlo, cómo ha llegado a tales niveles de virtuosismo en su declive, no vaya a ser cosa que en otros lugares les dé por imitarles. Pero cuando escucho a la «Francia insumisa» mostrar dudas ?y no hablemos de juegos con a abstención o la nulidad? sobre el sentido de su voto en la segunda vuelta, un escalofrío me recorre la columna vertebral del pensamiento. Y eso sin saber los resultados definitivos. Tras 1939, tonteando, tonteando, tuvo que llegar De Gaulle, ese pedazo de rojo a arreglar el desaguisado, después de unas decenas de miles de muertos. Y en Gran Bretaña fue el rojazo de Churchill el que mostró el empeño mayor en resistir. ¿Estamos ahí? Claro que no. Pero por en medio buena parte de las izquierdas tontearon hasta encontrarse a Salazar, a Pilsudsky, a Horthy, Dollfuss o a la CEDA en 1934. ¿Estoy diciendo que sólo la derecha nos salvará del auge de la extrema derecha? Pues claro que no. Lo que digo, ante todo, es que a base de decir que todos los adversarios son iguales o muy parecidos, se desvanece en el medio plazo la capacidad de movilización. Si en la Transición la izquierda hubiera pensado que eran iguales Suárez, Fraga o Blas Piñar, el desastre hubiera sido mayúsculo. La Transición fue el triunfo del mal menor. Menos mal.

Y lo que digo es que lo que sucede obedece a causas tan complejas, tan globales, que ni la respuesta de catecismo ni liarse en debates esperpénticos permitirán darse cuenta de una gran paradoja. La emergencia de nuevas izquierdas debe ser saludada como un signo de vitalidad democrática que, ante todo, debería invitar a la socialdemocracia a salir de sus invernaderos y a incluir en su cultura «algo más» que la suma de derechos y servicios sociales en los que todos coincidimos. A darse en cuenta, por fin, de que el color del gato que caza ratones puede ser decisivo. Pero, al mismo tiempo, la nueva izquierda puede converger con discursos muy reaccionarios en su apresuramiento por practicar una estrategia de guerra frontal, ofensiva, cuando, en realidad, está a la defensiva, por más artillería dialéctica que despliegue en redes y en tertulias; por más gestualismo espasmódico que sustituya al rigor argumentativo. Es un giro social, económico y cultural lo que tenemos enfrente. Otra vez la Historia: dejemos en paz las citas brillantes de Gramsci y dediquémonos a su estudio: su teoría de la guerra de posiciones, larga, de desgaste, de aporte de fuerzas y tejido de alianzas es lo que vuelve a imponerse. Porque la pluralidad de expresiones partidarias sólo será positiva si hace posible un combate compartido contra la fragmentación social. Una pena que Gramsci tuviera que escribirlo en una cárcel fascista. En Italia, antes, socialistas y comunistas se había peleado sistemática, cuidadosamente; ambos, eso sí, coincidían en atacar toda idea o grupo que no fuera de ortodoxia izquierdista probada. A la siembra de incertidumbres respondió el ex socialista Mussolini ofreciendo gobierno y seguridad.