De la misma forma que la actividad económica no puede estar a merced de los intereses especulativos y las fuerzas del mercado, tampoco podemos dejar la conciencia colectiva abandonada a los caprichos de las inercias sociales y los narcisismos comunitarios. Las virtudes ciudadanas son cualidades que requieren de un aprendizaje para poder construir una convivencia respetuosa con los demás, cobrando particular importancia en las ciudades, el espacio comunitario por excelencia.

En tiempos donde se reivindican el individualismo, el egoísmo y los intereses personales como bandera, la cultura de la ciudadanía cobra especial relevancia como forma de entender la política, la democracia y nuestra relación con los demás, algo que exige que sepamos conjugar dos planos fundamentales que tenemos que hacer compatibles en nuestras sociedades democráticas, como son las opciones personales y las decisiones colectivas, sometidas al necesario diálogo social pero también bajo la imprescindible regulación legal. El problema es que hoy en día, nuestros gobernantes creen que la simple aprobación de leyes, reglamentos, decretos y normativas generan automáticamente cambios sociales y transformaciones en las conductas de las personas bajo amenaza de severas sanciones, sobre todo en el ámbito de los comportamientos ciudadanos. Y todo ello porque se renuncia cada vez más al papel del diálogo como herramienta política imprescindible para la construcción de una ciudadanía comprometida y a utilizar la pedagogía social como mecanismo para generar cambios colectivos.

Es cierto que todo ello requiere de mucho tiempo, de generaciones en muchos casos, pero las sociedades democráticas con los estándares más avanzados en materia educativa, de igualdad, de respeto a los derechos humanos o de avance en valores cívicos vienen trabajando de esta forma desde hace décadas. ¿O alguien cree que los noruegos, por poner un ejemplo, han sido siempre así?

Desde hace tiempo existe una creciente preocupación por eso que se ha dado en llamar educación ciudadana, desde que el Consejo de Europa declaró el 2005 como Año europeo de la ciudadanía a través de la educación. Desde entonces, se ha avanzado en la identificación de tres aspectos clave. En primer lugar, el conocimiento de derechos y deberes desde la perspectiva de los derechos humanos. En segundo lugar, el ejercicio de la responsabilidad social y moral. Y por último, la participación colectiva que adquiere la máxima expresión en el ejercicio de la ciudadanía. Pero como diferentes autores han señalado, el ejercicio de una ciudadanía activa y responsable no puede ser una forma de trasladar la responsabilidad a las personas y olvidar otros espacios fundamentales donde ésta se forma, como es la familia, la escuela y desde luego la propia ciudad.

En línea con lo señalado por el sociólogo alemán Habermas, el ciudadano elabora su identidad personal y colectiva compartiendo prácticas, al tiempo que participando activamente en el ejercicio del bien común, contribuyendo de esta forma a la vida pública, algo que toma cuerpo en la ciudad. Es así que en los años 70 surgió el concepto de ciudad educadora, recogido en un informe con el elocuente título de Aprender a ser realizado por la Unesco (la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura). Desde entonces, se ha formado una Asociación mundial de ciudades educadoras que ha elaborado una carta de principios, compartiendo valores comunes e intercambiando buenas prácticas en el campo de la educación ciudadana, integradora y solidaria, generando un banco de experiencias que puedan ser conocidas y replicadas. Por cierto, que Alicante forma parte de esta red, sin que se conozca actividad alguna ni tenga incorporada una sola palabra en la página que tiene en la web de esta asociación.

Señala la filósofa Victoria Camps que la palabra cívico tiene la misma raíz que ciudad y por tanto que ciudadano, de manera que educar en la ciudadanía contribuye a crear ciudad, algo que va más allá de los sistemas educativos formales y la educación reglada. Hablamos por tanto de un proceso permanente en el tiempo, en el que tienen responsabilidades todos los agentes que forman parte de la comunidad capaz de mejorar la cohesión social, reducir la desigualdad, generar una ciudadanía crítica y reivindicativa (el terror de todo gobernante), activar mecanismos de solidaridad activa, mejorar la convivencia, respetar el entorno, y así propiciar una mayor calidad de vida. Y todo ello no tiene sentido si los vecinos no se implican y los poderes públicos no comprenden que tienen que alimentar, favorecer y respetar estos procesos, algo que con frecuencia no sucede. Sin ir más lejos, miremos lo que sucede en nuestra ciudad.

Si somos capaces de situar en el centro de nuestra vida política la construcción de una ciudad educadora, al tiempo que damos un mayor valor al papel de la convivencia colectiva, estaremos generando mejores ciudades y barrios. Pero para ello necesitamos de una educación que traspase las fronteras de los centros educativos para generar una pedagogía social e institucional donde la comunicación sea la base del entendimiento, en línea con lo que señalaba el novelista y filósofo Albert Camus, cuando sostenía que «no hay vida sin diálogo», por difícil que éste sea.