El veintiuno de abril se celebraba el aniversario de la fundación de la ciudad de Roma en el año 753 a. C. en el corazón del «Latium», sobre las siete colinas, junto al río Tíber.

Tito Livio escribió la Historia de Roma desde su fundación, Ab urbe condita libri, en la que narra el mítico origen de la ciudad y sus avatares. La antigüedad tiene el privilegio de hacer intervenir a las divinidades en el nacimiento de las ciudades para imprimirles un carácter más augusto y si a alguna nación se le debe permitir reclamar un origen sagrado y apuntar a una paternidad divina, esa nación es Roma, reconoce Tito Livio en el prefacio de su obra. En efecto, Rómulo y Remo son hijos de Marte y Rea Silvia, descendiente a su vez de Eneas, hijo de Venus.

En tiempos de la monarquía, se erigió en el monte Capitolio, un templo dedicado a la Tríada Capitolina: Júpiter, Juno y Minerva, que se convertiría en el principal centro de culto y sede de ceremonias oficiales, como la investidura de los cónsules, la culminación de los desfiles triunfales o la partida de los gobernadores hacia las provincias.

En la misma colina se encuentra la Roca Tarpeya que toma su nombre de la vestal Tarpeya quien traicionó a Roma permitiendo a los sabinos la entrada en la fortificación. Murió aplastada bajo sus escudos y su cadáver fue arrojado por el despeñadero al que dio nombre.

Actualmente, la armoniosa plaza del Capitolio proyectada por Miguel Ángel, donde campea la escultura ecuestre del emperador Marco Aurelio, permite el acceso a los Museos Capitolinos. En su interior, la Sala de los Horacios y los Curiacios del Palacio de los Conservadores acogió el 25 de marzo de 1957 la firma de los Tratados de Roma, el embrión de la Unión Europea. Francia, Italia, la República Federal de Alemania, los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo rubricaron la creación de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica.

En la sala, los imponentes frescos de Giuseppe Cesari recuerdan el enfrentamiento entre Roma y Alba encarnado en los tres hermanos de cada bando, Horacios y Curiacios. Previamente al combate, se acordó que la nación cuyos representantes resultasen victoriosos debería recibir la pacífica sumisión de la otra. Era el tratado más antiguo firmado por Roma que culminó con una dramática victoria.

Sesenta años después, en un acto cargado de simbolismo, la restaurada sala vuelve a ser testigo de una renovada voluntad europeísta. Los dirigentes de los veintisiete estados miembros y de las instituciones de la Unión Europea se mostraron orgullosos de los logros obtenidos desde que se decidiera reconstruir «nuestro continente desde sus cenizas». Lo que se inició como «el sueño de unos pocos, se convirtió en la esperanza de muchos». «En ese momento Europa volvió a ser una». Históricamente así fue.

En las estancias contiguas, la Loba Capitolina con sus fauces entreabiertas es testigo del devenir de los acontecimientos desde el siglo V a. C. Los rollizos Rómulo y Remo, a quienes amamanta, fueron añadidos posteriormente para convertirla en el símbolo de la ciudad como «madre de los romanos». En la pared, los anales consulares y triunfales son la memoria histórica de Roma esculpida en mármol.

También desde las salas adyacentes las esculturas hermosísimas de Venus, la Medusa de Bernini, el adorable «Espinario», el impresionante «Gálata moribundo» y los bustos marmóreos de emperadores y filósofos escuchan cuanto acontece y celebran impertérritos el sexagésimo aniversario de los Tratados fundacionales.

Esta vez, la Declaración de Roma allí rubricada se articula en torno al desiderátum de avanzar en la construcción de una Europa social, segura, próspera y fuerte, y en la ratificación de que afortunadamente «Europa es nuestro futuro común».

La construcción de Europa se ha basado en la integración sucesiva de países hasta llegar a veintiocho. El «brexit» ha reducido el número a veintisiete y esta era la primera vez que se evidenciaba la significativa ausencia británica.

Obviamente, la primera ministra Theresa May no podía concurrir a la cita capitolina. Seguramente May, consideraba el viaje a Roma como una derrota ignominiosa, una suerte de capitulación escenificada en las entrañas mismas del Imperio al que nunca pertenecieron del todo.

Erigida en una nueva Boudica, «en las neblinas de Albion, olvidada», su discurso sobre el abandono de la Unión Europea desprende cierto triunfalismo teñido de amargura, como si lo que se pretendiera realmente es liberar Britania de la dominación romana.

Es sabido que la romanización no fue perfecta en esa provincia y quizá ello justifique ese comportamiento inédito: el incumplimiento de los compromisos asumidos, la vulneración del principio «pacta sunt servanda» y la quiebra de la buena fe que ha de presidir las relaciones internacionales.

Quizá la nueva Boudica, versada en historia antigua, era sabedora de la proximidad de la Roca Tarpeya y del final que aguardaba a los condenados por alta traición a los pies del Capitolio.

Al final, pese al extravío británico, no conviene olvidar que hoy, como siempre, todos los caminos conducen a Roma.