Los partidos políticos europeos de extrema derecha han crecido de manera espectacular en la última década y cuentan ya con una fuerte presencia institucional.

En las pasadas elecciones presidenciales en Austria, la candidatura ultraderechista logró reunir el 47% de los votos. En Holanda, la formación ultraderechista Partido de la Libertad fue por delante en los sondeos electorales durante gran parte de la campaña electoral de marzo. Alternativa para Alemania aspira a entrar en el Bundestag alemán como tercera fuerza política en las próximas elecciones de septiembre. A la espera de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas, los resultados de la primera han puesto de manifiesto que al menos 1 de cada 4 franceses comparte el discurso de Marine Le Pen, lideresa del Frente Nacional, de la «prioridad nacional» frente al «corsé» impuesto por la UE y la «plaga» de la inmigración. Muchos otros partidos llegaron hace tiempo a las instituciones en Polonia, Finlandia, Dinamarca, Italia, Suecia, Rumanía, Hungría, Grecia...

Este ascenso de la ultra-derecha en Europa (y Estados Unidos) forma parte del proceso de derechización que agita la política mundial desde la década de los 80 del pasado siglo, fruto de la implantación global del orden neoliberal. Las políticas públicas derivadas del mismo han supuesto la imposición del marco institucional adecuado para mercantilizar los bienes comunes, devaluar los derechos laborales y garantizar un trato privilegiado al gran capital privado. El desgarro social generado por este «contra-modelo» de acumulación de capital por desposesión de la ciudadanía ha sido el caldo de cultivo que ha permitido a la ultra-derecha politizar miedos e incertidumbres y, de esta forma, encuadrar a sectores de las clases medias y populares en el espacio político antes reservado a la derecha clásica.

El recurso utilizado para ello ha sido el tradicional del ultra-derechismo: la exaltación excluyente de la pureza identitaria, vinculada a lo nacional-étnico, y la explotación paralela del miedo a quien la propia ultra-derecha señala como «enemigo» para que sirva de chivo expiatorio del malestar social y justifique el programa de fobias y odios que mejor concite la adhesión popular. Como en la fabricación ideológica del «enemigo», éste debe ser reconocido como «diferente» o «extraño» al cuerpo social, es el extranjero quien mejor cumple dicha condición. Así, el inmigrante es asociado al paro de los nacionales, el colapso de los servicios públicos o la delincuencia, el refugiado es tildado de invasor y el musulmán, vinculado al terrorismo yihadista. Además, en este marco de generalizaciones paranoicas puede caber cualquier «disidencia» que interese desactivar.

En efecto, esta idea sobredimensionada del «enemigo» fundamenta todos los tópicos de las retóricas ultraderechistas, de ayer y de hoy: islamofobia, xenofobia, racismo, anticomunismo, antifeminismo, homofobia..., toda una «infracultura» en la que las víctimas se convierten en verdugos, en la que el miedo y el odio, las emociones más rentables para los proyectos de dominación, se agitan como herramientas políticas por encima de la razón.

La «retórica antiélites» actúa en esta parafernalia como el complemento ideológico que permite a la ultra-derecha mostrarse como lo que no es, una alternativa popular al sistema. ¡Cuidado! Este discurso anti-élites, basado en la adulteración del significado real del término «elites» para referirse indiscriminadamente a los políticos en general (partitocracia, todos iguales...), expresa un menosprecio de fondo del pluralismo democrático.

En la pugna por el poder, gran parte de los postulados ultraderechistas han sido asumidos por la derecha clásica, sobre todo en lo que atañe a las políticas migratorias y de asilo, claramente discriminatorias y punitivas, y a las políticas represivas en materia de derechos y libertades. Esto puede ser así porque ambas «derechas» comparten valores básicos, como la idea de la propiedad privada como pilar básico de la sociedad, el mito de la nación como realidad superior a la de sus propios habitantes y la apreciación de la desigualdad y la jerarquía como elementos congénitos a la condición humana y, por tanto, imposibles de erradicar.

Desde esta perspectiva, la extrema derecha cumple una función política: ocultar las raíces reales de la injusticia social para, de esta forma, eximir de responsabilidad en la misma a los megacapitales que mantienen el «sistema». Por ello, se aplica en generar discordia entre los perdedores del orden neoliberal, fomentando, por una parte, el orgullo de sentirse superior y, por otra, canalizando la ira popular hacia los colectivos más vulnerables. Así, mientras se alimenta la guerra entre pobres, los grandes grupos de poder real, cuya capacidad para seguir «al mando» de la globalización no depende de que haya o no haya repliegues nacionalistas (soberanía frente a la UE, «patriotismo económico», control de fronteras...), no tienen por qué ver alterada su posición hegemónica. Un auténtico plan B para la derecha. Analicemos, ahora, el caso francés.

PD.- En España, el Partido Popular, fiel guardián de los «valores» de la dictadura (nacionalismo español esencialista) y delegado natural del credo neoliberal, es un ejemplo diáfano.