La primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas tuvo lugar el veintitrés de abril para incrementar la concatenación de efemérides del día, a la que se habría añadido, además, la celebración del «clásico» balompédico.

Esa noche, una multitud con afanes diversos se apostó frente al televisor para presenciar una contienda deportiva o electoral. Las elecciones francesas invitaban a apoltronarse en un sillón « Voltaire». «Rien ne va plus».

Europa miraba a Francia con notable expectación. En estos últimos tiempos, cada cita electoral deviene en potencial enemiga de la Unión Europea situándola a merced de extremismos y populismos de toda índole, y provoca el vértigo de asomarse al abismo de la desintegración de un proyecto inconcluso.

Así las cosas, Europa ha respirado aliviada momentáneamente al conocerse la victoria de Emmanuel Macron, pero Marine Le Pen le sigue muy de cerca.

El pueblo francés se ha librado como si tal cosa de socialistas y conservadores; el hartazgo y la corrupción les han hecho sucumbir.

François Fillon, situado por las encuestas a las puertas del Elíseo hace escasos meses, se ha visto acosado sin embargo por el escándalo y, atrincherado en su puesto, ha protagonizado una memorable caída. Los Republicanos se hunden al mismo tiempo que el socialismo. Es rotundo el fracaso de Benoît Hamon quien no ha conseguido «hacer latir el corazón de Francia».

Fillon y Hamon han reducido a sus respectivos partidos, igualmente responsables de la debacle, a la insignificancia, y no dejan otra alternativa que su pronta decapitación política. Históricamente, como bien es sabido, las cabezas en Francia tienen un valor exiguo.

Jean-Luc Mélenchon, ha cosechado un excelente resultado ciertamente no muy alejado del obtenido por Fillon. «El insumiso» aspiraba a ser «el último presidente de la V República».

Para muchos, el advenimiento de Macron ha sido providencial. Lo que se ha dado en llamar «la insurgencia centrista» ha obrado el milagro de estar dentro y fuera, de ser antiguo y nuevo, de aunar tradición y renovación.

El jovencísimo ministro del gobierno de Hollande ha protagonizado una incruenta «revolución francesa», abanderada desde el centro. En apenas unos meses, ha creado un nuevo partido, En Marche! y se ha convertido en presidenciable. El cambio generacional ha sobrevenido de repente para ocupar el centro vacante.

Era exactamente lo que anhelaba Albert Rivera en España, pero el paso del tiempo y algunos flagrantes desaciertos hacen que el espejo galo sea solo un espejismo para el dirigente de Ciudadanos.

Como viene siendo habitual a lo largo de la historia, se han adelantado allende los Pirineos.

No obstante, conviene recordar las palabras de Ortega y Gasset en el Prólogo para franceses aludiendo a la supuesta tradición revolucionaria francesa: «Si ser revolucionario es ya cosa grave, ¡cuán más serio -es serlo- paradójicamente, por tradición!»

Emmanuel Macron tiene indudables virtudes como la de adoptar una posición política ambivalente, esto es, ser centrista «et en même temps», reformista, socialista y liberal, todo ello sin inmutarse. Habría que acuñar el término «macronismo» para denominar esta nueva manera de hacer política.

«Vive la Republique! Vive La France!», clamaba el vencedor la noche de las elecciones al concluir su discurso plagado de referencias a Europa.

Dicen que el sistema electoral francés de doble vuelta tiene ventajas, y es cierto. Votar primero con el corazón y después con la cabeza permite un ejercicio de virtuosismo electoral, una envidiable desafección ideológica. Aunque al final, después de tantas vueltas, quizá no se sepa qué órgano emplear para votar, con el consiguiente riesgo de hacerlo con el menos idóneo.

En el interregno (disculpen el desliz del vocablo impropio de un sistema republicano), Macron está llamado a concitar el voto contra Le Pen. Los candidatos derrotados exhortan a sus electores a reconducir su voto hacia ¡En Marcha! para vencer al Frente Nacional.

También François Hollande, el no presentado, se suma a la iniciativa. Por su parte, Mélenchon guarda un elocuente silencio, tal vez como presagio de que los extremos se tocan.

Pero no nos pongamos demasiado serios. ¿No es una feliz casualidad que la mayoría de los apellidos de los candidatos terminen en «on»? Existe el riesgo de convertir la anodina prosa de un relato electoral en una rima perfecta. Aunque bien mirado, salvo Macron, todos los candidatos «on» han terminado «off».

Por lo demás, la excepción del nombre de la única candidata permite su calificación como verso suelto. Lo que demuestra que la política actual, también la del país vecino, no deja de ser un poema.

Poético o no, estamos asistiendo a un proceso electoral determinante para el futuro de Europa del que no perderemos ripio.