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Pero volvemos a la pregunta del principio: ¿Qué ocurre, en los días previos al crimen, entre el amo y el animal? ¿Han discutido por el sitio desde el que ver la tele? ¿Se han peleado por una alita de pollo? ¿Ha detectado la mascota, al olfatear las prendas de su benefactor, que tiene relaciones con otros canes? ¿O se trata, por el contrario, de un proceso de deterioro en el que no es posible hallar un hecho fundacional? Nos inclinamos por esto último: por un deterioro progresivo de la convivencia que, en el fondo, resulta más humano que animal. A lo mejor, los perros asesinos se parecen más a nosotros que a los pobres caniches.

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