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Tomás Mayoral

Vergüenza retroactiva

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Macrobotellón en la playa de San Juan tras la Santa Faz

Me ha producido honda indignación y vergüenza ver, un año más, a miles de jóvenes cociéndose literalmente hasta las patas ayer en la Playa de San Juan. Me ha producido tanta vergüenza que, preso de tal arrebato moral, me la he aplicado con efecto retroactivo. Tras la inoculación, he comprobado que, salvando las distancias, los móviles y algunas neurosis de grupo inevitablemente evolucionadas y digitales, no hay tanta diferencia entre los granos y las espinillas de esta bacanal de carritos de supermercado y aquellos granos y aquellas espinillas con las que el arriba firmante participaba hace la friolera de tres décadas (tal vez algo más) en parecidos desmadres.

Cantaba Serrat en una de sus más bellas canciones aquello de «Póngase un vestido viejo, y de reojo en el espejo, haga marcha atrás, señora». Lo cantaba porque posiblemente la señora era reacia a reconocer que también ella fue joven, feliz e indocumentada. Que quiso comerse el mundo o incluso bebérselo, alardeando con chulería ante sus bienpensantes padres de que ella «amaba sus errores». Aquella señora de Joan Manuel bien puede ser el señor en el que (la foto me hace justicia) puedo haberme convertido yo. El mismo señor que no ha tenido reparo en mentir como un bellaco hace un rato (antes de reflexionar un poco) al decir que «nosotros no éramos así».

No, no éramos así. Puede que fuéramos hasta peores. O tal vez no, no lo sé. En cualquier caso no éramos mejores, sobre todo porque lo que nos movía entonces es lo mismo que les mueve a ellos ahora, el mismo impulso atávico que ha movido siempre a la juventud haciéndola maravillosa, injusta e inconsciente. Si tenemos que echar a alguien la culpa de la vergüenza que ahora sentimos tendría que ser a partes iguales a mi generación y a la de ellos. Al cincuenta por ciento. Al menos eso he llegado a entender con el transcurrir de los años porque entonces, como seguramente hacen ellos ahora, nosotros le echábamos la culpa de lo que nos pasaba, en un cien por cien, a nuestros sufridos progenitores.

Qué terrible es ver en nuestros hijos nuestros más estúpidos e ¿inevitables? errores. Qué terrible es no poder hacer nada salvo juzgar como nos juzgaron y tener la tentación de prohibir como nos quisieron prohibir. No tenían mala intención entonces: evitarnos esos errores. Tampoco la tenemos ahora. «Hijo eres, padre serás. Con la vara que midas, te medirán». Qué gran faena es el tiempo.

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