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Juan R. Gil

Un mal culebrón

Seguro de que una moción de censura es imposible, Echávarri maneja el Ayuntamiento de Alicante entre amenazas y venganzas y sin proyecto alguno que presentar cuando ya está mediado su mandato.

Siempre me ha llamado la atención el peso que tiene en la trama de la serie de más audiencia de la historia de la televisión -Juego de Tronos- un personaje al que, paradójicamente, jamás vemos, porque murió antes de los hechos que se narran. De Aerys Targaryen sólo sabemos, por las descripciones que el resto de los actores van haciendo de él capítulo a capítulo, que era imprevisible, caprichoso, vengativo, histriónico y que, en el cénit de su autocracia, trató de pegar fuego a la capital del reino, con todos sus habitantes dentro. Los protagonistas de esa batalla por el poder a ratos épica y casi siempre miserable, dudan de si El Rey Loco perdió la cabeza cuando alcanzó el trono o carecía de ella cuando llegó a él. Pero el hombre que lo ultimó, Jaime Lannister, apodado El Matarreyes, habla de él en uno de los episodios como alguien que ya era así cuando lo encumbraron, aunque los intereses y las ambiciones cruzadas de unos y otros les hicieran mirar para otro lado hasta que su propia supervivencia estuvo en peligro.

Al contrario que El Rey Loco, el alcalde de Alicante está presente a tiempo completo y en primer plano desde que en las últimas elecciones municipales, va a hacer dos años, una carambola le permitió llegar a lo más alto desde lo más bajo, pasar de candidato de Unión Valenciana a diputado y líder del PSOE, lograr el peor resultado de la historia de los socialistas en la ciudad de Alicante pero enseñorearse de ella. ¿Cómo lo consiguió? Con la complicidad de todos cuantos a estas horas están hartos de él, de sus salidas de tono, de sus exabruptos en las redes sociales, de su permanente agresividad, de su continua demagogia, de su falta absoluta, en definitiva, del mínimo sentido del equilibrio y el decoro que debe mantener quien ostenta una representación institucional tan alta como la que él ejerce. En una historia de alcaldes que no es precisamente gloriosa, Gabriel Echávarri es el único que se ha querellado contra vecinos por ejercer su legítimo derecho a la crítica, que ha descalificado públicamente a los representantes de todos los agentes sociales (ya sea la Universidad, el Puerto, la EUIPO, la patronal, los sindicatos o la propia Generalitat), que ha insultado también abiertamente a sus socios de gobierno y a sus rivales de la oposición y que, en dos años, no cuenta su mandato por proyectos, sino por ocurrencias -un día anuncia un túnel submarino y al siguiente el Golden Gate-, por fallidos como Ikea o por ridículos como el de la regulación de los horarios comerciales.

Pero Echávarri ya era así. Y se advirtió. Lo que ocurre es que ni Esquerra Unida, sumida en el sectarismo, ni Compromís, una fuerza que venía a cambiar la vieja política y ha acabado por diluirse en ella; ni Ciudadanos (sí, también Ciudadanos), que le dio su voto en la investidura aunque ahora disimulen; ninguno, digo, quisieron darse por enterados. Ahora, como ironizaba sobre Franco Vázquez Montalbán, se dan cuenta de que, salvo por los sueldos, contra el PP vivían mejor. Crónica de un triste espectáculo pero, valga más que nunca el tópico, crónica anunciada que quienes ahora se rasgan las vestiduras se negaron en su día a ver.

Yo no sé si, por repasar los temas que esta semana han marcado la agenda del alcalde, la concejalía de Comercio que dirige el propio Echávarri fraccionó o no contratos por valor de 189.000 euros, cometiendo una ilegalidad. Lo que sí sé es que el técnico responsable de avalar el procedimiento objetó antes de firmar, que el interventor también advirtió de posibles irregularidades y que con todo eso al PP le asiste el derecho de trasladar el caso a la Fiscalía, como decenas de veces hizo antes el PSOE cuando eran los populares quienes gobernaban. Que la respuesta de Echávarri haya sido, no dar las explicaciones a las que como alcalde está obligado, sino buscar entre los miles de empleados que tiene el Ayuntamiento de Alicante a un familiar del portavoz popular, Luis Barcala, para proceder a su despido fulminante es una indecencia que nadie debe obviar. Pero -perdón si me repito- no es la primera que comete, por más que en otras anteriores le jalearan como buenos compadres quienes ahora tan alarmados se muestran.

Tenemos un alcalde que no mide lo que hace. Él mismo lo confesó en una entrevista nada más transcurridos cien días de su mandato. Pero se le dio el maletín nuclear y ahora sólo nos queda el botón del pánico. Sus socios harán seguramente algún alarde de fuerza en la próxima junta de gobierno, entre otras cosas porque, para tratar de justificar el despido de la empleada no se le ha ocurrido mejor idea al alcalde que anunciar que proseguirá diezmando la plantilla municipal, según él, para liberar fondos. Despidos para hacer caja, en boca de un gobierno de izquierdas. Delirante.

Pero la cosa no tiene fácil solución. No cabe moción de censura. Y tampoco nadie en el PSOE, ni siquiera Franco (no digamos ya Ximo Puig, en excedencia hasta que no acaben las primarias y los congresos mil que tiene por delante su partido), tiene arrestos para obligarle a irse por su propio pie. La plana mayor de Compromís - Oltra, Mireia Mollà, Alcaraz, Fullana, Bellido...- se reunirá probablemente esta semana para ver qué estrategia seguir. La única que tendría sentido sería la de abandonar un gobierno en el que no pintan nada, porque un gobierno es un ente único, cuyos miembros asumen solidariamente todas las decisiones que se toman, no una banda de amiguetes en el que unos van de machotes y otros se ponen de perfil. Irse, y que Echávarri y Pavón, si es que Guanyar tiene los redaños de quedarse, asuman la multitud de marrones que van a seguir cruzándose de aquí hasta el final del mandato. Sería lo lógico, pero no lo harán.

Dice Lannister en la ficción que El Rey Loco llegó al poder enfrentando a unos con otros y luego los fue matando hasta que él mismo, jefe de su guardia, le apuñaló por la espalda. Nada que ver con Echávarri, que fue aupado por los que ahora quisieran defenestrarlo. Aquí la única que sufre es la ciudad: sin orden ni concierto, sin Plan General ni inversiones, condenada a vivir una realidad que ni siquiera se parece a una serie. No pasa de ser un culebrón, donde cada entrega nos depara un disparate mayor que la anterior.

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