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La indulgencia con que los españoles aceptamos los males del sistema educativo es alarmante. Nos hemos tragado seis leyes orgánicas en apenas tres décadas y las que vendrán, no lo duden. Esto no es simple inestabilidad sino un cachondeo de tomo y lomo. De parné, mejor no hablar ¿Sabían que, en relación a nuestro PIB, invertimos en enseñanza lo mismo que Burkina Faso o Etiopía? Ese es el nivel. Y ahora nos vienen con la milonga de que no hay problema en conceder el graduado escolar si se arrastran un par de suspensos. Eso sí, que no sea en Matemáticas ni en Lengua, no vaya a ser que nos vean el plumero más allá de los Pirineos.

Quizás desconozcan que, para obtener un título universitario, tampoco es necesario aprobar todas las asignaturas de la carrera. Pues sí, ya es posible graduarse con un suspenso en el currículum, sin atragantarse con ese «hueso» que para muchos fue un malvivir. Ni entro ni salgo en la idoneidad de unas decisiones que, a buen seguro, habrán sido aconsejadas por doctos expertos en la materia. Lo que me preocupa es que esta mentalidad de reducir la exigencia se vaya extendiendo a las etapas educativas más básicas. Bien está que se aplique cierta flexibilidad con los estudiantes, pero tal vez nos estemos pasando con tanta «compensación curricular».

Las concesiones son pauta habitual en nuestro sistema de enseñanza. Otro ejemplo es el examen de acceso a la universidad que, con apenas una calificación de 4 puntos, puede ser superado. Vale que se compense con la nota de Bachillerato pero, tratándose de la única prueba común y objetiva para todos los aspirantes ¿por qué reducir tan míseramente su importancia? Ahora llega el momento de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Dos suspensos no serán motivo que imposibilite la promoción al Bachillerato porque así se ha acordado, por cierto, sin mucha algarabía en contra de la decisión. Dicen que son cosas de la LOMCE y que están esperando ese Pacto de Estado del que se viene hablando legislatura tras legislatura. Pues nada, paciencia.

¿Vamos mejorando los resultados de la enseñanza? Pues no. El nivel de los escolares españoles se ha mantenido estancado en lo que llevamos de siglo. Así se evidencia en los informes PISA que, desde el año 2000, viene publicando la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Y es que no levantamos cabeza, especialmente en la comprensión lectora y en la aritmética. Ojito, que tampoco los adultos sobresalimos en estas competencias. Muy al contrario, somos los peores -sí, los últimos del ranking- a la hora de manejarnos con las letras y con los números ¿Entienden por qué se realiza esa excepción con Matemáticas y Lengua, a la hora de promocionar a Bachillerato? Si los chicos de la OCDE no evalúan los conocimientos de Historia o de Inglés ¿para qué exigir que los chavales aprueben estas asignaturas? Valiente insensatez.

En lo positivo -cuando menos, aparentemente- destacamos en la proporción de jóvenes que concluyen la enseñanza secundaria. Supongo que este es el objetivo último del modelo educativo español: conceder el graduado escolar a todo quisqui, a trancas y barrancas y sin importar ni el coste ni la calidad. Sin embargo, ostentamos las más altas tasas de abandono escolar, una vez superado este nivel de escolarización. Lástima que el título sirva para bien poco, tal y como evidencian los datos de desempleo juvenil. Háganse una idea del derroche económico generado, y del ingente número de jóvenes que no disponen de los conocimientos mínimos, ni siquiera -y quizás esto es lo más grave- de las competencias y habilidades necesarias para afrontar una vida cada vez más compleja. Ya saben que, en España, mola mucho eso de tener un título en casa, aunque solo sea para decorar el baño. Catetos pero titulados.

Por endémica que sea, la deficitaria inversión educativa no deja de ser vergonzosa. Ahora bien, la parsimonia con la que nos tomamos el problema en este país es aún más insultante. Desde que Adolfo Suárez hiciera famoso su «puedo prometer y prometo», los españolitos nos hemos acostumbrado a que nos callen con un puñado de leyes y un mucho de palabrerío. Pero, detrás del papel, no hay nada del otro mundo. No es extraño que el director de Educación de la OCDE, Andreas Schleicher, considere que España ha legislado mucho pero no se ha preocupado tanto por la calidad de la enseñanza. Resulta preocupante el excesivo protagonismo de algunos aspectos que son ajenos a la formación académica, como esa lucha permanente por la ideologización del alumnado -en una u otra dirección- o el sempiterno conflicto lingüístico. Más allá de esos temas, poco ha importado la muerte anunciada de las Humanidades o el escaso interés que ahora se demuestra hacia la Física, la Química o la Biología.

Todavía hay analfabetos -muchos de ellos, lamentablemente, titulados- que ponen en duda la utilidad de aprender Filosofía, sin alcanzar a comprender su incontestable utilidad para desarrollar el razonamiento lógico que tanto echamos en falta en la sociedad actual. Triste es que, entre Sócrates y Jorge Javier Vázquez, sea este último más conocido que el padre de la Dialéctica. Del filósofo no nos queda ni su reflexión de que «solo sé que no sé nada», porque raro es quien tiene capacidad para razonar así hoy en día.

Además de fórmulas y principios, las denostadas Física y Química permitirán desarrollar las neuronas, al igual que el entrenamiento deportivo incrementa el tamaño de los músculos. Quizás sus contenidos no sean vitales para el futuro de algunos escolares, pero sí, en cambio, las modificaciones que generan en su cerebro. Un matiz que se olvida con demasiada frecuencia.

Merece la pena echar un vistazo al vídeo que Pablo Poó, un profesor de Lengua y Literatura, dedica en YouTube a sus alumnos suspendidos. «La vida no te espera, ni te comprende, ni te hace recuperaciones», dice, mientras les recuerda que no están preparados para afrontarla y que se está perdiendo el reconocimiento al esfuerzo, el sentido crítico y los referentes culturales.

El vídeo de Poó se ha hecho viral en la red. Coincido en que se está inculcando a los chavales un modelo de vida muy distinto al que se encontrarán al concluir sus estudios. Disminuyendo aún más la exigencia académica, se favorece la gratificación inmediata mientras convertimos en premio lo que debiera ser considerado como un fracaso. Luego vendrán jodiendo con la elevada tolerancia a la frustración, la impulsividad extrema y los conflictos de intereses entre el deber y el derecho no ganado. Este es el resultado final.

Supongo que se trata de una muestra más de esa mentalidad del «café para todos» que predomina en nuestra sociedad. Y es que, como dice el tango, parece que da lo mismo ser «un burro que un gran profesor». Pero no, yo no quiero un país de ignorantes. Ni ustedes, seguro.

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