Entrar en el polémico tema del Mercado Central es como atravesar un laberinto en donde siempre se tropieza con algún impedimento, bien sea burocrático, político, interesado, incluso avieso, que no nos permita encontrar la salida. Otro buen símil podría ser el de un avispero? Pasa el tiempo y solo encontramos alguna que otra dudosa solución incapaz de desenredar los nudos que planean sobre un espacio entrañablemente histórico, ya que estamos elucubrando sobre los cimientos donde enraizaron nuestros lejanos antepasados los árabes, y que más tarde fueron llenando de acontecimientos los conquistadores cristianos, de quien también somos deudores. Durante todos esos siglos convivieron aquellos tres pueblos

-cristianos, árabes y también judíos- que nos precedieron enriqueciéndonos con su extensa sabiduría. ¿No les parece, pues, que deberíamos ser más respetuosos con esa memoria que perdura con sus restos, y no acallar el latido de aquellas vidas con los ronquidos de un parking que acabará con la vitalidad que necesita el centro de una ciudad como la nuestra? Incomprensiblemente parece que hoy se empeñen en borrar cualquier seña de identidad que aún sobreviva aunque, como parece, de milagro.

Suelo ver ese espacio tan polémico como un lugar de encuentro útil, hermoso, divertido y despierto incluso en los días de fiesta cuando la actividad mercantil descanse, porque otras actuaciones lúdicas pueden darle vida. Para ello su restauración, con un guiño al estilo árabe, y con un cierto empaque que pueda albergar productos únicos de nuestra tierra con cierta denominación de origen, que podrían darle a nuestro Mercado Central con justicia la denominación de gourmet?. Y abrir este espacio a la música, a la poesía, a toda actividad cultural que tan bien encaja con la plaza de las Flores y con los bares que se abrirían a su alrededor. Un buen planteamiento, una buena restauración, un buen proyecto y sobre todo una buena voluntad.

Pero creo que, andando la humanidad como anda, mi planteamiento se parece bastante a una película digna de la Navidad donde todo el mundo es bueno, y eso no cuadra con una sociedad donde la especulación es prioritaria. No hay lugar para las utopías. Así es que tal vez nos quedemos sin los mejores productos a los que pudiéramos tener alcance, ni oiremos recitar poesías entre las flores o entre las verduras recién cortadas, el sol pasará por encima de unos rentables aparcamientos, y los cimientos de aquellas primeras casas de un pueblo que fue el nuestro, volverán a la oscuridad para siempre.

Pero habrá sido un negocio provechoso para alguna empresa que tendrá sus ganancias.

Yo pensé que ese espacio podría haberse transformado en un lugar de encuentro tan prometedor... Me he llevado el mismo chasco que aquella vez en que cuatro jóvenes rusas sacaron unos instrumentos musicales y en un rincón de precisamente la plaza de las Flores comenzaron a interpretar una música que nos transportó a todos los que nos acercábamos a otros mundos. La plaza parecía otra y los que se iban parando no osaban ni a respirar. Pero hete aquí que dos guardias se nos acercaron con paso lento y porra en mano interrumpiendo a las muchachas rusas y dejándonos a nosotros, el auditorio, sin aliento. Dijeron, por toda justificación, que estaba prohibido «hacer ruido» en la calle, que así era la ley? Ellas se excusaron diciendo que iban camino de Murcia a dar un concierto, pero al ver un pueblo con tan bello paisaje decidieron parar y regalarnos unas sinfonías. Así que, pidiendo mil perdones, se fueron. Yo escribí un artículo al respecto y lo titulé «El arte de interpretar las leyes».

Han pasado bastantes años desde aquello, pero desgraciadamente seguimos confundiendo la música con el ruido.