Con ocasión del 60 aniversario de los tratados de Roma, más de diez mil personas se manifestaron el pasado 25 de marzo en la capital italiana, para reivindicar más Europa de la mano del Movimiento Europeo Internacional y de la Unión de los Federalistas Europeos. Se trata de una posición que desde hacía décadas no se defendía en las calles y activamente por la mayoría social (pro-europea en todo caso), al darse por supuesta y aceptada, mientras que nacionalistas y xenófobos no han perdido ocasión de atacar el gran proyecto de integración supranacional que es la Unión Europea, siendo el mercado común que arrancara en aquella lejana primavera de 1957 uno de sus pilares fundamentales. Tan solo dos días después de la efeméride, Theresa May comunicaba por carta el deseo británico de activar el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea para salir de la Unión.

¿Es el de Roma un europeísmo «naif» o puramente emocional? Por un lado, muchos ciudadanos consideran en efecto que Europa es también su casa, a la par cuanto menos que el sentimiento de pertenencia al Estado-nación. Seguramente el legado cultural común de los europeos, que puede retrotraerse al menos a la herencia grecorromana, la consecución de la «paz perpetua» a la que aspirara Kant, la posibilidad de desplazarse, trabajar y estudiar por el continente sin ninguna restricción, una divisa compartida (el euro), la protección de los Derechos Humanos y del medio ambiente, las ayudas contra la volatilidad de los precios agrícolas, y un sinfín de otras oportunidades han contribuido a forjar en algunos sectores sociales esta conciencia colectiva.

Frente a este europeísmo positivo y sin complejos, cosmopolita y abierto al mundo, inclusivo y favorable a la diversidad que se deriva de los flujos migratorios y de refugiados, y dejando de lado a los reaccionarios de toda la vida, que solo conciben vivir en el viejo y superado Estado-nación, nos encontramos con posicionamientos tibios, supuestamente euro-críticos o euro-realistas, que o bien atacan a «Europa» por los programas económicos que no comparten, como los del efectivamente nocivo ajuste fiscal ultranza (confundiendo a las instituciones europeas con las mayorías políticas coyunturales en el seno de las mismas), o bien consideran que la Unión ya ha alcanzado su desarrollo máximo, y que en todo caso no siempre más integración favorece al todavía popular «interés nacional».

En realidad, incluso aplicando un prisma estrictamente estatal, nada responde mejor a los intereses de España, y de cualquier país europeo, que una Europa unida y fuerte, máxime teniendo en cuenta que la globalización económica está cada vez más influida por potencias de dimensiones continentales (Estados Unidos, Rusia, China, Brasil, etcétera) y que la geopolítica es hoy más peligrosa que nunca, con actores tan impredecibles como Putin, Trump o Erdogan. Como dijera en su día Paul Henri Spaak, padre de la Comunidad Económica Europea, todos los Estados europeos son pequeños, solamente que algunos aún no se han enterado.

No es nuestro caso, ya que el establecimiento de una Europa plenamente federal es un objetivo oficial de la política exterior española, tal y como se recoge en la Estrategia de Acción Exterior. En cualquier caso, el federalismo europeo no busca ni mucho menos convertir a la Unión en una potencia neo-imperial, sino influir en la gobernanza mundial de acuerdo con nuestros valores, heredados de la ilustración, es decir, mediante el impulso de la democracia, las libertades, la justicia social, el desarrollo sostenible, la cooperación y el multilateralismo, en oposición a unas relaciones internacionales basadas en la ley del más fuerte. De ahí que también es imprescindible reforzar, relegitimar y democratizar el sistema de Naciones Unidas, con iniciativas como la creación de una Asamblea Parlamentaria como contrapunto de la puramente intergubernamental Asamblea General.

La salida de Gran Bretaña de la Unión, por lamentable que sea, supone una oportunidad para que los restantes Estados miembros decidan qué quieren ser de mayores. La Declaración de Roma, publicada el mismo 25 de marzo de 2017 por los Veintisiete y los presidentes de las tres instituciones, Comisión, Parlamento y Consejo, ofrece pocas pistas al respecto, más allá de decir que aun aceptando distintos ritmos en la integración, «la dirección es la misma para todos», quizás dejando a entender que se mantiene el sentido de la marcha hacia el objetivo histórico de una unión «cada vez más estrecha».

Lo cierto es que la tan cacareada Europa de varias velocidades ya existe, pues no todos los Estados participan del euro o del espacio Schengen de libre movimiento de personas. Lo que sí es fundamental es mantener la coherencia, pues no es eficiente multiplicar la integración selectiva. Dicho de otro modo, la integración diferenciada en ámbitos como el asilo y la inmigración; la seguridad, la inteligencia y la defensa; o la fiscalidad, el seguro de desempleo y la deuda pública, entre otros, debe nuclearse en torno a la actual unión monetaria, siempre abierta a la participación del resto.

En cuanto a la inaplazable reforma institucional, al objeto de poner al Parlamento Europeo en pie de igualdad legislativa en todas las materias con el Consejo (los gobiernos nacionales) y constituir un verdadero ejecutivo de la Unión con comisarios elegidos por el presidente de la Comisión y con el respaldo de la cámara, y no por los Estados como hasta ahora, será necesario convocar una nueva Convención constitucional con participación de todos. Pero no para proponer cualquier escenario, incluyendo la renacionalización de las políticas, sino con el mandato claro de alcanzar la unión política en clave federal. Solo así podrán los países europeos garantizar un futuro de paz, libertad y prosperidad a todas las personas que viven en el viejo continente.