Xanadú, la residencia de verano de Kublai Kan, el emperador mongol que dominó toda China, fue inmortalizada por S.T. Coleridge en un inspirado y enigmático poema que le fue revelado una noche bajo los efectos del opio.

Xanadú era el sueño del emperador, la ciudad ideal creada por su propia mano para goce y ejemplo venideros. Pero -se dice en el poema- «cuando hubo paz en Xanadú y grandes festines, solo entonces, se oyen a lo lejos antiguas voces que anuncian guerras». Kublai Kan, encerrado en su Edén, oye el rugido del río, «los impulsos primordiales del hombre hacia la guerra». Porque Xanadú no es más que «un juguete en la superficie de las cosas.»

No es Coleridge el único profeta romántico que oye «a lo lejos las voces ancestrales» que presagian el desastre. Entre nosotros, ahora, instalados en un mundo que recuerda al mundo medieval que evocara el poeta inglés, son muchas las voces que señalan que, bajo la fachada del festín interminable de nuestras sociedades, se puede escuchar el rugido de la guerra. Lo más inquietante es la frivolidad -lejos del arrebato romántico- con que enfrentamos los hechos.

La frivolidad con que se percibe la noticia de la gran bomba arrojada sobre Afganistán, «la madre de todas la bombas», o la réplica rusa, un ingenio cuatro veces más potente y que, según se dice, «todo ser vivo a su alcance es literalmente vaporizado» a su paso, es síntoma de que lo peor está por venir. Aunque a menudo voces autorizadas advierten de que el mundo descansa sobre un polvorín, que estamos en una suerte de guerra de los Treinta Años, de choque de civilizaciones, pobres contra ricos, nubes de migrantes y otros conflictos irresolubles, nos tomamos los datos que avalan tal siniestro escenario con absoluta ligereza. Asistimos a un rearme generalizado, a la fanfarria que acompaña la exaltación del nacionalismo y las apelaciones al patriotismo (el último recurso del canalla). Pero el ambiente que se respira, en general, es el de los felices años veinte.

«La guerra se complace en venir como el ladrón en la noche y la noche está hecha de promesas de amistad eterna», nos dice Ambroise Bierce en el Diccionario del Diablo. Bastaría echar una mirada sobre los preparativos del gran rearme, la guerra en Oriente Medio, la proliferación del armamento nuclear, la guerra comercial y virtual, el narcisismo de los líderes, para darnos cuenta de que actuamos como la tortuga que repliega su cabeza en el caparazón: un indolente encogimiento de hombros.

El escenario es en cualquier caso inquietante. A diferencia del equilibrio catastrófico que impuso la guerra fría, el mapa actual arroja la imagen de Estados que se refuerzan (y se aíslan) liberados de las ataduras del sistema internacional, comandados por líderes que proclaman que lo suyo es lo primero y que miden su orgullo por su capacidad de asustar y provocar. Una chispa, como en Sarajevo, puede incendiar toda la escena y arrastrarnos a una conflagración que será sin duda distinta de las anteriores, múltiple en sus efectos, pero seguramente mucho más letal.

La conocida máxima de Clausewitz, «si quieres la paz, prepara la guerra», no sólo señala que todo toca a su fin, que Xanadú pasará y se verá abocada a su destrucción, sino que el terreno de la paz está sembrado de las semillas de la guerra. Prepararse para la paz es mucho más difícil que hacerlo para la guerra. Implica, entre otras cosas, resolver los conflictos que se generan por la desigual apropiación de los bienes y los recursos. Significa un cambio en la sociedad y en la mentalidad de los pueblos y las personas, que está lejos de alcanzarse. La Paz Perpetua que soñara Kant es un ideal irrealizable. Pero, como dice Gombrich en las páginas finales de su Pequeña Historia del Mundo, pese a que seamos apenas el destello de una ola en la corriente del río de la Historia, vale la pena el esfuerzo de aprovechar el momento. Y tomarse en serio la lucha por la paz.