A la erosión que la corrupción en España viene produciendo sobre el conjunto de la sociedad se suma el hartazgo que genera el uso perverso de la «presunción de inocencia», un concepto tan devaluado como manoseado tanto por los políticos como por sus partidos. Hasta el punto que su simple mención parece un parapeto que impide asumir cualquier responsabilidad moral o política, por graves que sean los hechos investigados y las pruebas de cargo existentes.

Es difícil encontrar un solo condenado por corrupción que no apelara en su día a su completa inocencia y, con ello, a la presunción de inocencia para evitar dimitir de sus cargos políticos. La lista de casos es tan larga y sus declaraciones tan hilarantes a la vista de los sumarios judiciales que han llenado páginas de este diario, algo que además de dañar la moral colectiva, deteriora también al conjunto de los responsables políticos ante la sociedad. De manera que cada nuevo caso de corrupción convierte el ambiente en irrespirable, al escuchar apelaciones a una angelical inocencia virginal que retuerce argumentos hasta extremos insospechados, constituyendo con frecuencia un auténtico insulto a la inteligencia, a la ética, al respeto y a todos los ciudadanos.

En modo alguno se pretende cuestionar el principio jurídico penal de la presunción de inocencia que lleva a que todo imputado sea considerado así hasta que una sentencia firme no establezca su condena. Hablamos de responsabilidades estrictamente políticas y morales que se aplican también al resto de la sociedad. Por poner un ejemplo, cualquier persona que trabaje con niños y sea imputada por un caso de pornografía, maltrato o corrupción de menores es apartada cautelarmente de su puesto hasta que se sustancie el caso para asegurar el supremo interés del menor y su integridad. Sin embargo, políticos acusados de graves delitos de corrupción con abrumadoras pruebas policiales y judiciales piden continuar en los mismos puestos desde los que han cometido los delitos imputados hasta que la posible condena inculpatoria no sea firme en última instancia. Recordemos que el preso y exconseller del PP valenciano Rafael Blasco llegó a afirmar que hasta que los tribunales europeos de derechos humanos no ratificaran una sentencia, ésta no sería firme, lo que permitiría, según él, que los políticos españoles pudieran seguir en sus cargos muchos años después de tener una condena firme.

Hay que dejar claro que las responsabilidades judiciales son diferentes de las políticas, hasta el punto que las responsabilidades judiciales y penales que se derivan de una condena son muy distintas de otros muchos compromisos que asumen los responsables públicos ante los ciudadanos, de carácter político, moral, ético y público. Todos ellos deben tener como único objetivo el escrupuloso respeto a los ciudadanos y a los valores éticos colectivos, en lugar de permitir que el político imputado aguante en su cargo impasible y como si todo valiera.

Cuando existen pruebas incriminatorias contra responsables políticos derivadas del ejercicio de su cargo no basta con obtener una sentencia absolutoria, sino que tiene que estar fuera de toda duda que no se ha cometido irregularidad alguna, especialmente en el ámbito fiscal y en la gestión de los recursos públicos. La presunción de inocencia política es incompatible con las mentiras que utilizan muchos encausados, e incluso con su negativa a declarar. Hasta el punto que en numerosos procesos por corrupción las investigaciones judiciales han acumulado pruebas incriminatorias de tal naturaleza que, con independencia del fallo final que se pueda obtener en el juicio, existe una culpabilidad moral y política que inhabilita para el ejercicio público. Imaginemos, por un momento, que fuera absuelto de los cargos Francisco Granados, exconsejero de la Presidencia y ex vicesecretario general del PP en Madrid, actualmente preso en la cárcel de Valdemoro por el caso Púnica y a quien se le encontró un maletín en el altillo de un armario en casa de sus suegros con un millón de euros que, según estos, pudieron dejar olvidado unos operarios de Ikea. ¿Alguien podría defender por ello su inocencia moral y su regreso a la política?

La acción política, bien por mandato electoral o por designación, debe estar presidida por el ejercicio del bien común y una ética pública irreprochable. La existencia de pruebas contrarias a ello debería hacer que los partidos sustituyeran al político afectado. Además, buena parte de los implicados en casos de corrupción llevan muchos años en cargos públicos, por lo que su sustitución debería formar parte de los procesos naturales en las organizaciones políticas.

Tengamos en cuenta que la dimisión ante una grave imputación para un político acusado por corrupción es un factor clave para la regeneración política y ética de la sociedad, algo que se hace en otros muchos países occidentales con absoluta normalidad. Con el agravante de que los ciudadanos estamos hartos de que la misma presunción de inocencia que muchos utilizan para no dimitir se la nieguen a sus contrincantes y al resto de ciudadanos.

De manera que si se quiere detener el descrédito institucional y el creciente rechazo que la sociedad tiene hacia los políticos en España, bueno sería que se revisara a fondo el uso perverso que se viene haciendo de este principio, tan sagrado como corrompido.

@carlosgomezgil