A comienzos de legislatura, el alcalde de Orihuela sorprendió con el órdago de lograr que Orihuela aspirase -en el corto plazo- al galardón de «Patrimonio de la Humanidad». Una propuesta que recibió críticas inmediatas desde casi todo el espectro ideológico y también de la inmensa mayoría de técnicos y personas competentes en materia de patrimonio. Plantear la posibilidad de tamaño reconocimiento en una ciudad aquejada por graves injusticias urbanas y con un patrimonio en franca decadencia y abandono, sonaba, cuando menos a irresponsabilidad (o inconsciencia) política. Lo interesante es, sin embargo, intentar comprender las motivaciones políticas que podrían ocultarse bajo la obsesión personalista del alcalde con el título de la Unesco.

Es tradición de gobernantes mediocres y gobiernos sin proyecto ocultar sus miserias políticas bajo grandes eslóganes y marcas. Tal vez recuerden al dueto Gallardón-Botella, los exdirigentes madrileños que embarcaron a la capital española en un delirio olímpico. Aspiraron, durante más de una década, a que Madrid acogiese unos juegos. No sólo fracasaron en tres ocasiones sino que «el sueño olímpico» se trocó en «pesadilla social» en forma de despilfarro: decenas de millones de euros sólo en las propias candidaturas y miles de millones en inversiones innecesarias o de dudosa utilidad. Quizá. la clave estaba en que las Olimpiadas no eran tanto un objetivo pensado para el bien común, sino una herramienta política para invisibilizar la amarga realidad de una ciudad cada vez más pobre, desigual, endeudada e insostenible. El culmen de aquel dislate fue el ridículo de Ana Botella en Buenos Aires, cuando, tratando de vender su ciudad al Comité Olímpico, la exalcaldesea pronunció el ya famoso «relaxing cup of café con leche».

Así las cosas, y a la vista de los precedentes, no sería descabellado imaginar al alcalde de Orihuela imitando a su compañera de partido. Malgastando recursos y energías, plantándose ante foros de expertos internacionales sin un proyecto de ciudad que ofrecer, representando a un municipio con graves problemas en su Patrimonio para acabar, eso sí, invitando a señores muy ricos de todo el mundo a venir a Orihuela para tomar un «relaxing cup de caldico con pelotas».

Evidentemente, buena parte de la obsesión del alcalde de Orihuela por el galardón de «Patrimonio de la Humanidad» se debe, por un lado, a su falta de proyecto de futuro para la ciudad y, por otro, a la descarada debilidad interna que sufre dentro de su propio partido. La estrategia es sencilla, utilizar un eslogan que brille lo suficiente como para ensombrecer los debates sobre nuestras miserias urbanas; conseguir una fotografía tan potente que compense la falta de apoyo entre sus propias filas.

Sin embargo, quienes deseamos una transformación política y social en Orihuela que, entre otras cosas, comience a recuperar simbólica y materialmente nuestro patrimonio, debemos detenernos a pensar en las terribles consecuencias políticas que puede tener legitimar un discurso falaz y vacío sobre el «Patrimonio de la Humanidad». Tener un horizonte a largo plazo no es necesariamente malo, salvo que se utilice como excusa para no discutir sobre los pasos inmediatos. Y eso es justamente lo que está haciendo el actual gobierno.

Hoy, el objetivo de un gobierno digno no debería estar tanto en vender humo, sino en apagar el fuego que heredamos. Alertaba estos días la asociación SPatrimonio Base» sobre la necesidad de sacar de la Lista Roja del Patrimonio, numerosos Bienes de Interés Cultural y de Relevancia Local que están en la misma. Una lista que, no en vano, señala bienes que están «sometidos a riesgo de desaparición, destrucción o alteración esencial de sus valores».

Además, la problemática del Patrimonio carece de sentido si no se vincula a la problemática de las personas que lo rodean. Nuestro patrimonio también es la pequeña patria de gentes que lo habitan y rodean. El urbanista Bernardo Secchi afirma, no sin razón, que, «en el gran teatro metropolitano, las injusticias sociales se manifiestan cada vez más en forma de injusticias espaciales». La decadencia del patrimonio es también la de los espacios y derechos urbanos para muchos de nuestros vecinos. Comercios sin oportunidades, calles sin vida, vecinos sin servicios, jóvenes sin oportunidades y edificios que parecen contagiarse de unos a otros el estado de ruina.

La solución al estancamiento de Orihuela no está un improbable título otorgado por la Unesco, sino en desplegar voluntad política y recursos para iniciar una recuperación progresiva y constante de nuestro patrimonio. Nuestra meta a largo plazo no debe ser la obtención de títulos grandilocuentes, sino lograr una ciudad más viva, justa, digna y amable para sus habitantes. Los títulos, premios y reconocimientos deben ser la consecuencia de nuestros logros como municipio, no una cortina de humo con la que ocultar nuestras carencias. Quizá, hoy, la responsabilidad de quienes queremos mejorar Orihuela no es proclamar la necesidad de ser «Patrimonio de la Humanidad»; quizá baste con ser más humildes y lograr que Orihuela empiece, de una vez por todas, a ser patrimonio de la ciudadanía oriolana.