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Arturo Ruiz

Gorriones, artillerías y burbujas

Los gorriones se mueren. Están desapareciendo. Puede ser una de las noticias más tristes de la década. A lo largo de los siglos y sus desgracias, pocos bichos han sido tan leales al ser humano.

Pensemos por ejemplo en las gigantescas migraciones forzosas que han sufrido tantas civilizaciones a manos de los poderosos. Cuando pueblos enteros donde nadie ha vuelto a casa en 400 años quedaron deshabitados por la expulsión de los moriscos, el politburó de Stalin programó éxodos masivos por causas industriales en las gélidas estepas soviéticas o varias aldeas quedaron anegadas por los embalses y sus planes hidrológicos, los gorriones también se fueron: renunciaron a ser los únicos dueños del espacio liberado de voces, ruidos y niños, como habría hecho cualquier otro animal más listo, y se marcharon en cambio con los exiliados que habían perdido sus casas y sus paisajes, se solidarizaron con ellos en su desgracia, fueron tipos sentimentales incapaces de vivir sin la compañía humana.

O pensemos en aquellas ciudades destruidas por bombardeos y artillerías ya en pleno siglo XX, después de que Hitler decidiera pulverizar Guernica y las guerras y sus generales convirtieran a la población civil en objetivo militar: con los estruendos y la muerte, los gorriones se largaron, claro, pero cuando se firmaron treguas de paz y los soldados cumplieron el sueño que sueñan todos los soldados del mundo y volvieron a casa, y las ametralladoras callaron, el regreso de los gorriones simbolizó el retorno a la vida y a la primavera: el momento en que los niños dejan de esconderse bajo los túneles, recuperan su cartera escolar con libros y muñecas y vuelven al cole a cantar canciones escolares y a jugar al fútbol y al pañuelo. Afganistán, Siria, Palestina, Kosovo, Croacia, Ucrania, Líbano, Libia o Nicaragua.

Habría que hacerle pues un poema eterno al gorrión, pero el ser humano, como ha pasado tantas veces con quienes les querían bien, no ha mostrado con él la misma lealtad: aseguran los expertos que en los lugares privilegiados de Occidente la especie se encuentra en peligro de extinción no sólo por los carroñeros aéreos que la exterminan, sino también por la construcción masiva que les niega refugios donde pernoctar: especialmente esas lujosas oficinas de cristaleras lisas que alzan incontables alturas hacia el cielo y carecen de balcones donde los gorriones puedan agarrarse para forjar un nido y proteger a la familia.

Qué cosas. Uno podía haber pensado que allá por 2008, con el estallido de la burbuja inmobiliaria, los gorriones habrían podido encontrar su propia tregua cuando las grúas y sus ladrillos se detuvieron, pero he aquí que en este 2017 los expertos alertan de que en lugares asomados al Mediterráneo como Alicante se viene encima una nueva burbuja inmobiliaria que deshace definitivamente la posibilidad de que la demografía de los gorriones se recupere. Con lo bien que hubiera venido tras esta crisis repensar nuevas formas de prosperidad para que de una vez por todas no dependiéramos únicamente del hormigón y tuviéramos otras economías alternativas. Les hubiera venido bien no sólo a los gorriones. A nosotros, también.

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