«Dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité» (Insurrección. El Último de la Fila)

Hace algunos años José Ramón Recalde -político socialista vasco que sobrevivió a un disparo a bocajarro de ETA- describía en una entrevista una situación que resume por sí sola en qué consistió ETA. Tenía Recalde una casa con un pequeño jardín en el que un jardinero -que además era concejal de un pueblo cercano- trabajaba de vez en cuando. En alguna ocasión charlaban durante unos minutos. Ambos lo hacían bajo la atenta mirada de los cuatro guardaespaldas que tenían entre los dos. A la banda terrorista que durante años se dedicó a asesinar y a extorsionar -dos verbos que siempre van unidos a cualquier banda mafiosa- a buena parte de la población vasca y del resto de España le daba igual atentar contra un jardinero que contra un consejero de Justicia del Gobierno Vasco. Lo único que importaba era exterminar cualquier atisbo de libertad.

La entrega de armas que mañana día 8 escenifica ETA supone no sólo su derrota desde un punto de vista ético, moral, político y judicial sino que también elimina cualquier atisbo de esperanza para los presos encarcelados por actos de terrorismo que durante años creyeron que un fin de la violencia pactado con la democracia les sacaría antes de la cárcel.

Tras el anuncio del cese definitivo de la violencia del año 2011, ETA pensó que iba a poder pactar algún tipo de condición que maquillase una realidad que ha terminado por imponerse, una realidad que engloba varios aspectos. Por un lado, que los presos condenados y encarcelados por pertenecer a ETA y por haber cometido cualquier tipo de ilícito penal relacionado con el terrorismo van a continuar en la cárcel. No van a ver disminuidas sus condenas como consecuencia de una supuesta negociación con el Estado español. Por otra parte, el deseo del movimiento etarra de querer aparentar que el fin de la violencia se ha debido a un acuerdo tampoco han podido convertirlo en realidad. Los pocos dirigentes de ETA que hay en libertad, la mayoría de ellos después de haber pasado más de veinte años en la cárcel, no van a poder vender a sus simpatizantes que el fin del terrorismo -lo que ellos llaman «lucha armada»- es la consecuencia de un pacto con las instituciones democráticas.

Si hay algo que demuestra el fin definitivo de ETA ha sido la escasa repercusión que el anuncio de la entrega de armas ha tenido en la opinión pública. Comienza a surgir una generación de españoles, aquellos que tienen alrededor o menos de veinticinco años, que no tienen apenas recuerdos de cómo era la vida en España cuando ETA existía. Sin embargo, para los que conocimos los años de plomo tenemos grabadas en nuestra memoria las sábanas con que se cubrían los cuerpos tirados en mitad de una calle o el humo que despedían los coches tras explotar una bomba instalada debajo del motor. Se han olvidado los ridículos y mendaces argumentos que los terroristas y la parte de la población que les apoyaba esgrimían para justificar los asesinatos pero siguen presentes las muertes y los secuestros. Tampoco hemos olvidado los que, repito, recordamos aquellos años, cómo daban la espalda a los amenazados por ETA buena parte de la sociedad vasca. Recuerdo a algunas personas que conocí en la Alicante de los años 90 que miraban para otro lado cuando se producía un atentado y que incluso, en parte, justificaban el ideario etarra.

Queda pendiente, por tanto, llevar a cabo un profundo estudio de las consecuencias que, a pie de calle, tuvo el terrorismo en el País Vasco porque aunque se han realizado informes por parte de algunas instituciones vascas que tratan de explicar el alcance que para la sociedad vasca tuvo el terrorismo de ETA, salvo en algunos buenos ejemplos de literatura, -como es el caso de la novela Patria de Fernando Aramburu- no se ha tratado la importancia que tuvo la ley del silencio que se impuso en decenas de poblaciones del País Vasco. Una generación de jóvenes vascos crecieron en medio de un atronador silencio mientras se «iban de poteo» por las pintorescas tascas de la costa.

También queda pendiente que el Partido Popular -anclado en un inexplicable silencio desde que ETA anunció la entrega de las armas por el deseo de estar a bien con el PNV de cara a conseguir la estabilidad parlamentaria que las urnas no le han dado- pida disculpas a los españoles por la vergonzosa utilización que hizo del terrorismo durante sus años de oposición. Primero lo hizo José María Aznar atacando a Felipe González con las condenas de etarras, prometiendo el cumplimiento íntegro sabiendo que no se podría hacer como así fue. Durante el mandato de Aznar se produjo un masivo acercamiento de presos etarras a cárceles vascas. Después lo volvió a hacer Mariano Rajoy poniendo todas las piedras que pudo en el camino del fin del terrorismo a los gobiernos socialistas llegando a acusar a José Luis Rodríguez Zapatero de haber traicionado a los muertos.