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José María Asencio

Venezuela. Golpe y esperpento

El esperpento caracteriza al régimen venezolano, un remedo de democracia que esconde una dictadura que ya ni siquiera pretenden disimular formalmente. Un sistema político en el que existe un solo poder, el Ejecutivo, que controla y dirige las decisiones del Judicial, el cual cercena a su vez al Legislativo, asumiendo el presidente, cual sucede en toda dictadura, la facultad de elaborar las leyes. Y a todo ello hay que sumar, para conocimiento general y vergüenza de quienes apoyan este régimen en España y desean uno similar aquí (Podemos), el desastre económico de un país rico, pero en el que la miseria se ha ido extendiendo, siendo lo único que se reparte equitativamente. No hay futuro posible para un régimen de tales características, ni tampoco se puede en España abrir la puerta a experimentos fracasados de esta naturaleza, directa o indirectamente, total o parcialmente.

El Tribunal Supremo venezolano acabó el viernes, de hecho, con la división de poderes, asumiendo él mismo la función legislativa en una resolución sin precedentes en países democráticos. Una decisión final que vino a culminar un largo proceso en el cual dicho tribunal, al dictado del presidente Maduro, ha ido poco a poco eliminando a la Asamblea Nacional cuyas decisiones han sido todas ellas anuladas. El poder legislativo no existe hace tiempo en un país autoritario, un país suspendido y a punto de ser expulsado de diversas organizaciones internacionales democráticas y sumido en una pobreza inexplicable salvo por la mala gestión y la corrupción institucional.

Los magistrados del Tribunal Supremo fueron nombrados por el chavismo más intransigente una vez que las elecciones celebradas para la asamblea legislativa hubieran otorgado una victoria aplastante a la oposición. Un fraude en toda regla con apariencia de legalidad que permitió al chavismo dominar el poder judicial. Un uso casi delictivo del poder, respetado formalmente, pero violado sustancialmente. Y ese Tribunal Supremo ilegítimo ha cumplido la función para la que fue designado por el presidente Maduro, anular al poder legislativo y ceder todos los poderes al presidente.

Que la sala constitucional del Tribunal Supremo asuma el poder legislativo es tan absurdo y dictatorial, como expresivo de la catadura de sus integrantes, unos perfectos desconocidos en el mundo del Derecho una vez depurados los anteriores jueces y magistrados. Es inimaginable que el poder judicial se convierta en legislativo, aunque ciertamente es compatible con un entendimiento de la democracia cercano al llamado eufemísticamente «centralismo democrático». Un solo poder y diversas funciones, no poderes; un solo partido. Miedo dan estas expresiones.

Pero, si alguna duda podía existir para alguien acerca de la falta de independencia del Tribunal Supremo, la misma ha quedado despejada con la intervención del llamado Consejo de Defensa, un órgano asesor de la Presidencia (Maduro), que ha pedido al alto tribunal modificar su sentencia y retornar al legislativo el poder arrebatado indebidamente. Que el presidente de Venezuela ordene al Tribunal Supremo rectificar una sentencia, es tan grave como la sentencia misma. Y el Tribunal Supremo, perdiendo la ya escasísima autoridad moral que poseía, ha dado marcha atrás de manera inmediata, acreditando su sumisión al presidente y la falta de respeto a los principios esenciales que rigen la actividad judicial. El viernes dictó la sentencia ordenada y el sábado la anuló tras recibir instrucciones precisas. Que Maduro, en plena deriva dictatorial se enorgullezca de haber logrado torcer la voluntad del inexistente poder judicial, acredita lo que es Venezuela y cómo entiende la democracia.

Vergonzoso y humillante para un país que merece mucho más que quienes rigen sus destinos. Ni el Tribunal Supremo puede mostrar su dependencia con tanta rotundidad, ni Maduro puede aparecer públicamente haciendo manifiesta ostentación de un poder tan absoluto. Lo sucedido no es propio de un sistema democrático, aunque haya a quien le guste más la democracia con calificativos, orgánica o centralista. Tanto da lo que se traduce en lo mismo.

El chavismo ha llegado demasiado lejos en pleno siglo XXI, tanto que ha sentido el temor de una reacción internacional que parece haber comenzado a producirse y que no va a parar, ni debe hacerlo ante un retroceso tan grave en un sistema, el democrático, que costó siglos desarrollar y que no puede dejarse en manos de los profetas de la miseria y el fascismo disfrazado de progresismo. Fascistas son quienes predican los principios de esta ideología, aunque los pinten de otro color.

Podemos ha sido el único partido que no ha condenado lo que constituye un auténtico golpe de Estado. Es comprensible y se entiende ahora que aquí censure al Gobierno por lo que deciden los tribunales, pues en su mente autoritaria no cabe una noción de poder judicial independiente. No pueden imaginar jueces independientes, pues en su esquema político los magistrados deben ser militantes y ejecutores del programa político del partido. Así constaba expresamente en su primer programa electoral que rectificaron cuando les advirtieron de que eso era incompatible con la Constitución. Pero, en el fondo, la noción de un solo poder es la que informa su ideario.

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