Cuando en 1999 se aprobó la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela algunos expertos se hicieron cábalas sobre cómo etiquetarla. Aunque traía consigo ciertas novedades, más bien de nombres que de contenidos, se perfilaba como una Constitución que pretendía conservar los esquemas básicos de la democracia constitucional, si bien acentuaba los poderes presidenciales (algo habitual en el constitucionalismo latinoamericano), compendiaba y reclasificaba las instituciones, estimulaba la participación política (que calificaba de protagónica) y reestructuraba el poder judicial de la Corte Suprema, habilitando una sala Constitucional encargada de garantizar el control de constitucionalidad.

Algunos juristas definieron la nueva carta como una «Constitución de Transición», un concepto abierto porque no se sabía exactamente de qué transición se trataba ni hacia dónde podría derivar. Esta incógnita quedó despejada mucho antes de la desaparición de Hugo Chávez: el régimen comenzó a organizarse, siguiendo viejas y conocidas tácticas, como un estado dentro del Estado, creando una red de apoyos con el fin de hacerse con todos los resortes del poder, en torno al mito de que el líder sobre-representa a la patria más allá de todo límite y control.

La Constitución de 1999 ha fungido como la máscara detrás de la cual el régimen chavista/madurista ha ido desmontando, uno a uno, todos los instrumentos de participación, las instituciones, despreciando los valores y principios proclamados en el texto. De hecho, no creo que los artífices del gesto constituyente de 1999 se comprometieran realmente a asumir las limitaciones que una Constitución, digna de tal nombre, impone a sus gobernantes.

Desde entonces la deriva política del régimen no ha hecho más que agravarse, hasta el punto de no quedar en pie, a estas alturas, la mera apariencia de constitucionalidad. No queda rastro de los más de cien artículos que, pomposamente, enumeraban los más variados derechos y libertades. La judicatura ha sido colonizada vergonzosamente por el régimen. El último episodio ha consistido en despojar de sus potestades a la Asamblea Nacional, de mayoría opositora, en virtud de una sentencia de la Corte Suprema, dominada por el chavismo.

En medio de una degradación sin precedentes de la sociedad venezolana, abocada al precipicio, el acto arbitrario y anticonstitucional de la Corte Suprema supone dar cobertura a lo que ya es no es otra cosa que una brutal dictadura. Una sentencia estrafalaria que muestra cómo los monstruos que el régimen ha parido cobran vida propia y desbordan, incluso, a sus progenitores, hasta tal punto que se han abierto grietas en las propias filas del chavismo: la Fiscal General del Estado ha calificado la sentencia de «un acto contrario a la Constitución», mientras que la Conferencia Episcopal denuncia «el ejercicio omnímodo y unilateral del poder.»

En estas circunstancias, la situación política en Venezuela queda pendiente de un hilo. La respuesta de la comunidad internacional es prácticamente unánime en condenar la deriva del chavismo y atajar el caos y los problemas humanitarios que el régimen ha generado. No son nada halagüeñas las pretensiones de Maduro de enrocarse, como es común a todos los dictadores, señalando al enemigo exterior (cuando es evidente que a éste, de ser «el imperialismo», no le importa lo que suceda en Venezuela sino más bien le conviene la figura del dictador), ni los apoyos que recibe de sus «amigos», acunados por el régimen, como delata el vergonzoso artículo de Monedero publicado ayer. Tampoco beneficia en nada la actitud buenista de quienes creen posible hallar «un espacio de negociación» sin antes restituir la normalidad constitucional y fijar la convocatoria de elecciones limpias.

Lo que sucede en Venezuela no es ajeno a lo que sucede en España y en el mundo. En el contexto actual de crisis social y política, la disyuntiva principal que hemos de afrontar es elegir entre populismos de todas clases y los valores y principios de la democracia constitucional.