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El espíritu de las leyes

Una carencia deslegitimadora

A pesar de la sobreabundancia de información que recibimos cada día, no comprendemos, a lo sumo, más que aquello que nos afecta de manera directa: a nosotros, a nuestra familia, a nuestro trabajo y al lugar donde vivimos. Del mundo restante poseemos únicamente impresiones, más borrosas cuanto más lejano sea. Por consiguiente, y en comparación con nuestros antepasados del siglo XVIII, no hemos mejorado gran cosa en lo que se refiere a la inteligencia profunda de la vida humana y de la relación entre el individuo y la sociedad. Perdidos o debilitados en Occidente aquellos emocionantes relatos que nos servían de referencia para comprendernos y ubicarnos en la Historia --dándole sentido a ésta como un devenir pleno de significado y hasta de predictibilidad--, es decir, los relatos constitutivos de los sistemas de creencias religiosas y de las grandes ideologías de los siglos XIX y XX (el liberalismo, el socialismo, el anarquismo, el comunismo y los diversos nacionalismos totalitarios del período de entreguerras), nos hallamos privados de iluminación externa y no entendemos las verdaderas causas de cuanto nos sucede. Si no navegamos a la deriva es porque hemos descartado salir a mar abierto.

Recibimos millones de noticias, pero no disponemos de un gigantesco rompecabezas para encajarlas y hacer que formen figuras y descripciones coherentes. Hoy tan sólo los nacionalismos identitarios y el fanatismo religioso de los yihadistas son capaces de transmitir la falsa vitalidad de la embriaguez a quienes únicamente se les descarga la adrenalina en el contacto animalesco del rebaño. Unos y otros le reconocen al justo el derecho a la espada, como diría Julien Benda, quien sin embargo afirmaba con plena lucidez: odio el dogma de la supremacía del fin, sea cual sea el fin.

Nos faltan, pues, narraciones movilizadoras y catárticas. Ningún partido político, salvo los independentistas, es actualmente capaz en Europa de plantear desafíos de transformación radical: aquellos, evoca Judt, que enfrentaban antaño socialismo y capitalismo, a los proletarios con los propietarios, a los revolucionarios con los imperialistas; y, en fin, al patrioterismo de los defensores del crudo orden social con el pueblo insurrecto e iconoclasta, cabría añadir.

El fenómeno de la desideologización de los partidos políticos no resulta nuevo. Ya en los años 60 del pasado siglo los científicos de la política (Jean Meynaud, Daniel Bell, etc.) llamaban la atención al respecto. Tampoco es que hayan desaparecido las profundas diferencias sociales en riqueza, educación y protección de la salud. Al contrario, se han agudizado considerablemente desde el hundimiento en 1989 del bloque soviético hasta nuestros días. No sólo existe más paro, sino también trabajos de peor calidad: al punto de que el empleo no conjura necesariamente la pobreza. Pero tanto da: la época de la rebelión de las masas pertenece al pasado. Sólo el nacionalismo separatista las conmueve, persuadiéndolas de que las enormes diferencias de clase se deben al saqueo de un Estado "extranjero" y opresor, y de que la ansiada armonía social se alcanzará tras la independencia.

Ahora bien, ¿por qué los partidos más importantes de los países europeos tienen tan poco peso ideológico? Muy sencillo: porque ninguna de las grandes construcciones ideológicas de la edad contemporánea ha podido ufanarse de un éxito completo. En la extrema izquierda, el comunismo gobernante en el Este fue incapaz de ofrecer democracia, igualdad, progreso económico, bienestar social y respeto al medio ambiente. Le ha sucedido una pléyade de Estados dirigidos de forma mafiosa y clientelar por la vieja "nomenklatura" del partido único y sus herederos. La Rusia de Putin, por ejemplo, es una verdadera cleptocracia. Los partidos socialdemócratas, a su vez, buscan preservar su auténtica razón de ser: el Estado del Bienestar y las políticas de igualdad, o sea, algo que se está deteriorando bajo los efectos del "dumping" social inherente a una globalización salvaje. ¿Qué ofrecer, entonces? Pues en lugar de socialismo, "progresismo": un artilugio pirotécnico que está muy bien porque escandaliza a la población más pacata, timorata y mojigata sin afectar lo más mínimo a los intereses reales de las clases hegemónicas.

En cuanto al centroderecha, ha ido desarmándose de casi todo su antiguo arsenal doctrinario y confesional para limitarse a administrar el presente estado de cosas sin otras preocupaciones que las estrictamente demoscópicas. Su religión es la Macroeconomía. Se trata de sobrevolar la realidad a vista de pájaro, no de seres humanos.

Afirmaba Kierkegaard que "la pasión más elevada que hay en el hombre es la fe". Así lo pienso yo también. Existen, empero, otras pasiones humanas que engrandecen a nuestra especie: la pasión por la libertad y la pasión por la igualdad. Y esta última yace semiolvidada en nuestro Estado social (...) y democrático de Derecho. He ahí, pues, nuestro principal problema, nuestra más grave carencia, la que pone en riesgo a uno de los principios fundamentales de nuestro orden constitucional: la dignidad de la persona. Es más, la que puede quebrar la legitimidad misma del poder estatal.

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