odos los indicadores apuntan a que la adolescencia es mucho más larga en la actualidad que hace unas décadas. El alargamiento es por ambos extremos, se comienza antes y se termina después. La rebeldía irreprimible de los púberes se manifiesta muy precozmente, incluso antes de los diez años, en un intento por alcanzar una independencia imposible y cuando llegan a la treintena siguen los coletazos interminables de inestabilidad, provocada en la mayoría de los casos por el miedo a aquello que han estado buscando incansablemente, la propia independencia.

Sociólogos, como Javier Elzo, se decantan por pensar que estamos viviendo las generaciones más inmaduras de la historia en nuestro país. Son muchos los jóvenes treintañeros que pudiendo vivir su vida de forma autónoma deciden quedarse en la casa paterna como si de un refugio se tratara, sin otro objetivo que el de vivir la vida día a día. Es ese llamado «presentismo» o carpe diem donde lo único importante es vivir a tope el momento como si no existiera un mañana, que en realidad no existe para ellos.

La radiografía social es cada día más pueril. Los mensajes son más sencillos e infantiles para que supuestamente puedan llegar a este amplio sector de la población inmadura que finalmente es la que empieza a decidir el futuro de todos. En la formación de los jóvenes se sigue obviando la reflexión, el pensamiento crítico, la capacidad de elaborar argumentos con bases sólidas en el conocimiento y la razón. Parece que todo se puede dirimir con simplezas y comportamientos pueriles.

Nuestras instituciones comienzan también a sentir el tufillo adolescente y podemos presenciar escenas de esperpento en el Parlamento, donde ese afán infantiloide por sobresalir y ganar el voto de los inmaduros hace que parezca un auténtico circo de filigranas, introduciendo las malas formas, la mala educación, la descortesía y el ataque inconsistente. Por mucho que intenten camuflar la inmadurez algunos parlamentarios, aflora como una espada en cuanto se sienten acorralados, como el adolescente que grita y patalea por su independencia, en este caso buscando la ruptura del sistema pero sin argumentos que lo apoyen.

Es mucho más sencillo poder vivir sin la responsabilidad que implica el cumplimiento de los deberes del mundo adulto, cuando no puedes escapar de las obligaciones arropándote en alguno de los muchos comodines inventados para sortearlas, al igual que hacen los niños cuando no quieren comer la sopa o se niegan a irse a la cama a una hora adecuada. La inmadurez se está convirtiendo en una pandemia, donde el capricho o la ocurrencia del momento es la que ha de imperar, al estilo del nuevo presidente de los todopoderosos EE UU. Algo estaremos haciendo mal.