Cuando era niño, allá por los años cincuenta del siglo pasado, las películas en color eran, todavía, un espectáculo extraordinario. En el cine del pueblo solían reservarse para los programas dobles del domingo -al menos una- o para llenar la cartelera durante las fiestas patronales de febrero compitiendo con otras diversiones. Cinco días de intenso frío que hacían más acogedoras las dos salas que había en la población. A lo largo de esas fechas, películas buenas, discretas o simplemente malas, gracias a la fascinación que proporcionaba el technicolor, adquirían un valor sobreañadido que las convertía en algo memorable, objeto de comentarios elogiosos y prolongadas remembranzas entre la gente menuda. Yo vi, en aquellas circunstancias, películas que, independientemente de su calidad, nunca he podido borrar de la memoria o del imaginario que habita en nuestros sueños. La legión del Desierto ( J.Pevney, 1953), por ejemplo, La princesa de Samarkanda ( G. Sherman, 1951), El hidalgo de los mares ( R. Walsh, 1951), El gran Caruso ( R. Thorpe, 1951) o Eddie Duchin ( G. Sidney, 1956), aunque estas dos últimas, no fuesen para niños. Tan solo en una ocasión un filme en color me produjo un aburrimiento tan profundo que logró que me durmiese en la butaca. El mérito de tal suceso se debió a la visión de Atormentada (1948) que, años más tarde, descubriría que había sido firmada por mi idolatrado Alfred Hitchcock. Durante el resto de mi vida, hasta hace cosa de unos días, la imagen de una enloquecida Ingrid Bergman, deambulando por un tétrico caserón, quedó impresa en mi cerebro como único recuerdo que no sirvió jamás de estímulo para revisar el filme

La semana pasada, sin embargo, caí en la tentación de poner a prueba la validez de la memoria y me puse en el deuvedé de Atormentada que, como sabe el erudito lector, es un melodramón, basado en una novela de Helen Simpson, ambientado en la Australia del siglo XIX, con reminiscencias de Luz que agoniza -por aquello de la esposa acosada por su marido- de Rebeca -por la presencia de una pérfida ama de llaves- y de Cumbres borrascosas -por tratar el asunto de un amor fou entre una noble señora y su criado-. A pesar de mi buena voluntad, de pensar que el viejo Hitch y el reparto ( Joseph Cotten, Michael Wilding, Margaret Leigthon, además de la Bergman) bien se merecían otra oportunidad, la película me pareció un tostón infumable y me confirmó en aquello de que los niños, a veces, tienen mucha razón y de que «hasta el mejor escribano no está libre de echar un borrón». O lo que en términos cinematográficos podríamos decir que anteponer los prejuicios y servidumbres del «cine de autor» al libre criterio es cosa de papanatas.

Volver a visionar Atormentada es un ejercicio solo para cinéfilos empedernidos, muy curiosos y amigos de las rarezas -esos que gustan de las revisiones de Ed Wood o de Jess Frank- y que desean buscar los tres pies al gato, comprobando que sin un buen guión no hay película,- Hitch confesó no haber podido contar con la pluma de Ben Hetch- que ocurre lo mismo con actores desganados -Hitch siempre se lamentó de no tener a Burt Lancaster para el papel de Cotten- y que a veces los planos secuencia de Berlanga, pueden dejar en evidencia al mismo mago del suspense. Si a esto unimos la carencia total de ritmo, la excesiva verborrea de los parlamentos, un vestuario propio del baúl de unos cómicos de la legua fellinianos, a Atormentada se la puede ver, también, desde la fe del creyente hitchcockiano convenientemente bendecido por Truffaut. Desde esta posición el filme puede adquirir las proporciones de una joya del cine gótico y mórbido, cursi hasta caerse muerto y donde el macguffin, en esta ocasión -cosa en verdad meritoria, para la época en que fue filmada- es un escandaloso y confuso adulterio que oculta un acto sublime de amor y redención. Seguro que de continuar por este camino a más de uno le da por enchufarse a la película. Así que, para no tener remordimientos de conciencia, no insisto. Otro día les hablaré de La legión del desierto, con Alan Ladd y Arlene Dahl, cine en color, malillo, pero que hacía soñar y no dormir a pierna suelta, en una sesión de tarde, hace más de cincuenta años.