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Miguel, por tantas razones

Con la resaca fallera de ese final triunfalista gracias, sobre todo, al derroche presidencial al olor de la pólvora josefina, se nos ha venido La Magdalena de Castellón a modo de puente hacia el gran menú de la temporada: Sevilla y Madrid. En Valencia, al ganado de Garcigrande le ocurrió lo que al tuerto en el país de los ciegos (con la excepción de la excelente novillada de José Vazquez), y quizá quien menos luz discernía el pasado domingo fuera el usía de marras, que se metió en un barrizal sin venir a cuento. Orejas por doquier para El Juli, una vuelta al ruedo cual conejo sacado de la chistera para un toro vulgar, más un indulto como guinda de oropel a una feria en la que, más allá del toreo al natural con el capote de Roca Rey, la honradez de Padilla, la mano zurda del novillero Diego Carretero y la de Paco Ureña, poco quedará para el recuerdo. En el río revuelto de San José, eso sí, también se metió López Simón, al que parece que siempre se le pide más, pero que ahí está, sin bajarse de la locomotora. Con un buen toro, sí, el tal «Pasmoso». Pero recuérdese aquello de la excelencia en el juego para obtener el mayor de los premios. Un exceso todo, se mire por donde se mire.

Más allá de lo taurino, aunque también en lo taurino, llegará el 28 de marzo y se cumplirán 75 años de la marcha de un personaje único, singularísimo, tan preclaro en sus versos como triste en el azar de su vida. En su breve espacio vital, Miguel Hernández aunó sentidos, perdió batallas y conquistó libertades individuales que le llevaron a descubrimientos poéticos todavía hoy no superados. Y en su especial cosmogonía, el toro como símbolo central y telúrico en el que se conjuntan tantas luces y tantas sombras. «No soy de un pueblo de bueyes, / que soy de un pueblo que embargan / yacimientos de leones, / desfiladeros de águilas / y cordilleras de toros / con el orgullo en el asta...».

Poco importa el mayor o menor grado de aficionado taurino de Miguel («Me llamo barro, aunque Miguel me llame»). Negar su conocimiento y asimilación de la liturgia taurina, de la tragedia que toro y torero representan (y viven) cada tarde, resultaría de necios. No es este el lugar ni el espacio donde pormenorizar el innegable rocío taurino que empapa la obra del poeta oriolano. Miguel asumió la figura del uro en un proceso heurístico de su propia naturaleza. En palabras del doctor Fernando Claramunt, «Miguel Hernández mira con la misma pupila del toro, desde dentro», y esa identificación logrará aciertos poéticos que forman parte ya del acervo literario hispano. «Como el toro me crezco en el castigo, / la lengua en corazón tengo bañada / y llevo al cuello un vendaval sonoro», dirá en el más famoso de los sonetos de El rayo que no cesa.

Pocos saben que el «poeta pastor» trabajó con José María de Cossío en su enciclopédica obra «Los Toros. Tratado técnico e histórico», y que a su pluma se deben muchas de las biografías de toreros recogidas allí. O que escribió, hacia 1934, una obra de teatro cuyo tema central protagonizaba la fiesta: «El torero más valiente». Su conocimiento sobre la historia del toreo, sus secretos y sus hitos, le permitió trenzar una trama aunando la trágica muerte de Joselito en Talavera (el protagonista se llama José, y su madre, Gabriela) y los azares amorosos entre Ignacio Sánchez Mejías (recién caído también en el ruedo cuando el poeta inicia la redacción de esta obra) y la hermana del malogrado torero de Gelves, víctima de las astas de «Bailaor». Sin erigirse, ni mucho menos, entre lo más destacado de su obra literaria, esta pieza incluye logros poéticos relacionados con el universo taurino más que encomiables. Y el mundo de las letras se ve reflejado en los personajes de Ramón ( Gómez de la Serna) y (José) Bergamín en la famosa tertulia del Café Pombo. Y el toro, el amor, la tragedia y la muerte entrañan todo lo demás.

Por esta y otras tantas razones no cabe la menor duda de que siempre es bueno celebrar a Miguel Hernández aunque, como en este año, se cumplan 75 años de su muerte. Él, que fue el viento del pueblo que avivaba las brasas para defender una república votada por todos y atacada por los fascistas, que siguió y persiguió la libertad, y que murió solo, con los ojos abiertos, con la dignidad incólume, con el orgullo intacto. «Como el toro burlado, como el toro».

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